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Un lugar en Europa

Juan Cruz

Quién hace tanta bulla y ni deja testar las islas que van quedando. César Vallejo. Trilce.

Un diputado canario que hacía versos y habitaba en las Cortes de antes de. la guerra se hizo famoso, entre otras cosas, por una anécdota que a lo mejor es verdadera.

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Le preguntaron al diputado en uno de aquellos pasillos perdidos:

-Don Ramón, ¿y por qué saluda con tanta reverencia a los ujieres?

-Pues -respondió don Ramón, que era don Ramón Gil Roldán-, porque cualquier día de éstos a uno de ellos lo hacen gobernado:- de Tenerife.

Los tiempos han cambiado, claro, y, por suerte, una conversación así, tan reticente para la capacidadque tienen los ujieres para ser gobernadores, ya no resulta posible.

Pero entonces sí que era probable que Madrid no se anduviera por las ramas a la hora de colocar en las islas a sus representarites pretorianos.

Hubo un gobernador civil franquista que padecía la manía de los consejos abiertos y que una vez reunió en un pueblo a todos los habitantes, que reclamaban lo más razonable: un cementerio en condiciones.

-Muy bien -aceptó el delegado de Madrid-, el Gobierno pondrá el 50%. ¿Y ustedes qué ponen?

El más listo saltó con esta respuesta histórica:

-Nosotros ponenros los muertos, señor gobernador.

Hace algún tiempo, un ministro que luego cayó lamentablemente enfermo acusó a los canarios de insolidarios e inciviles porque les costaba aceptar a los etarras en sus cárceles soleadas. Nadie pidió que cayera rayo maldito alguno contra el miembro del Gabinete, pero lo cierto es que le tacharon de ingrato y le pidieron que no se pasara por allí en un tiempo.

Es muy reciente la noticia de que la Generalitattuvo igual parecer que los insolidarios, insulares: aquí no queremos etarras, que nos mueven las prisiones modélicas. Ningún ministro, nadie, ha levantado la voz,que se sepa, porque acaso no es lo mismo vocear desde las islas que hacerlo desde tierra firme.

Han pasado los años, claro. Mientras tanto, Canarias siguió con Madrid el camino de Europa. Lo hizo con sus tópicos a cuestas y pidió algunos privilegios. Los insulares, al fin, piden poco, pero esta vez quisieron ser diferentes: durante muchos años soportaron un aeropuerto en Tenerife que no los dejaba vivir, padecieron sed en Las Palmas, sus terrenos fueron vendidos a los mejores postores, llegaron a ser los lugares de purga, en tiempos de Franco, para los artistas díscolos, y en definitiva padecieron con la simpatía que se les atribuye el hecho de ser el jardín afortunado de un chalé que estaba a 2.000 kilómetros de distancia. Pidieron, en realidad, tener una fiscalidad diferente. Y la que se armó.

Todo lo han llevado con resignación insular, que es una variante muy profunda de la resignación cristiana, y hasta las protestas por su situación de marginación efectiva fueron amables y sensatas, muy adecuadas a la capacidad de gestión que se les ha atribuido: no ha sido preciso hacer estadísticas de los ministros canarios porque no ha habido más de tres o cuatro en 50 años, incluyendo a Negrín, y no hay que recordar que el presidente del Gobierno español aún no ha hallado un minuto libre, en muchísimo tiempo, para hacerle un hueco en su agenda a los presidentes autonómicos sucesivos que ha tenido el jardín insular después del período de gobernación socialista. Por no tener tiempo, tampoco lo ha hallado Felipe González para acercarse más de una vez por allí, en representación del Gobierno, en todo el largo período de su mandato.

A veces la Administración ha tenido que acudir, pero síempre ha sido cuando se le ha dislocado la tranquilidad tópica al canario supuestamente aplatanado. Una vez, el que hoy es un diputado muy modoso que se sienta con el PP en los escaños rojizos fue, como gobernador civil franquista, a echar a un presidente del Cabildo tinerfeño cuya popularidad interna le resultaba incómoda al régimen insufrible. Le echaron; el gobernador, que era Gabriel Elorriaga, se hizo lo más impopular posible, pero Madrid siguió en sus trece, tan campante. En la época de la democracia ha tenido que amenazar un presidente autonómico, el actual, Lorenzo Olarte, con romper las amarras para que un representante de la Administración, José Borrell, de Hacienda, acudiera a las islas a explicar el propósito arancelario del Gobierno respecto al archipiélago.

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Un lugar en Europa

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Este mismo año de 1989 los teléfonos canarios han estado semanas colapsados. Hablar con Dublín ha resultado más sencillo que hacerlo con Huelva o con Tarragona. Viajar de Las Palmas a Tenerife, y viceversa, que en Canarias es muy importante este viceversa, resulta aún más complicado que desplazarse a Manchester, a pesar de las últimas innovaciones aéreas, que incluyen alguna compañía insular, tutelada, cómo no, desde la capital del Reino. Sigue siendo preciso, a pesar del traspaso autonómico, el desplazamiento a Madrid para resolver cuestiones administrativas de carácter nimio. Y no se ahorra ningún canario la vejación sistemática que el aduanero de Barajas lanza sobre él cada vez que pretende traspasar la línea de tolerancia de ese aeropuerto transoceánico: "¿Qué demonios lleva usted en esa maleta?".

En las maletas de los canarios ya llegan pocas cosas a la Península, pero sobre esos equipajes livianos, al fin y al cabo equipajes de hijos de la mar, sigue pesando la sospecha de los gendarmes fabricados de antiguo con la obligación de sospechar.

Con ese equipaje escaso, Canarias se enfrenta ahora a varios retos, el principal de los cuales es el ya famoso reto de 1992. Cree que se enfrenta, en realidad, porque se la tiene en cuenta muy poco. A pesar de que Colón anduvo por allí en escalas tan admirativas como la que dejó a André Breton con la boca abierta, las islas no pintan demasiado en la conmemoración del quinto centenario: un viceconsejero regional, el de Cultura, Juan Manuel García Ramos, vino hace poco a Madrid con un paquete de iniciativas bajo el brazo y se lo mostró al Rey. Un ministro, el de Exteriores, dijo luego que esas iniciativas no iban a ninguna parte, y les puso encima la mueca del desprecio. Los isleños se enfadaron, y lo hicieron explícito, pero al final se resignaron, siguiendo el ritual de su vieja costumbre de acostumbrarse a todo.

Son legendarios los gafes de los ministros que han llegado a las islas y han prometido oro en cuanto regresaran a España. La revisión de ese desconocimiento no ha ido al fondo de las cosas: la inversión en las islas sigue siendo escasa, la presencia de los beneficios de la Comunidad Europea se manifiesta en forma de amenaza -¿quiénes van a ocupar los puestos de trabajo, en cuanto se abra la mano del mercado único?, ¿cómo van los insulares a salvar años y siglos de dejadez educativa, de falta de apoyo docente?, ¿cómo se va a defender una agricultura depauperada de la agresión de otros países mejor equipados para exportar sus flores o sus frutas?- y los canarios no sienten que valga la pena saltar de ira cada vez que alguien comete un desliz y no recuerda que, para bien, para mal y para todo, el archipiélago es un lugar en Europa.

Un diputado canario propuso este mismo año que se cambiara la hora:

-No más "una hora antes", dijo. Queremos estar a la misma hora que la Península.

En Canarias le rieron lo que la gente pensó que era una gracia parlamentaria. En la Península también se rieron.

Acaso en los dos territorios tenían razón: era hora de reírse, porque por mucho que se adelanten los punteros seguirá habiendo una hora fundamental de diferencia, y ésa es tan honda que ya forma parte de la historia. Si no se aprecia ese hecho como un drama que los canarios viven desde siempre, no se entenderá que en 1992 suene el tópico como un hachazo: 1992, mucho tiempo antes en Canarias.

Sin querer, el poeta peruano que hemos traído a esta página lo dijo también en aquel poema de Trilce: "Y la Península párase / por la espalda, abozaleada, impertérrita / en la línea mortal del equilibrio".

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