La historia y la cotidianidad
De nuevo estamos los españoles ante una convocatoria de elecciones legislativas, y de nuevo, salvado el entusiasmo de muchos -entre los que me encontraba- por los resultados de las de 1982 y salvado también el más pragmático y menos rendido plebiscito mayoritario de 1986, hay claros indicios de que muchos ciudadanos -entre los que me encuentro- están observando estas próximas elecciones con una mezcla de incomodidad y desasosiego que procede no tanto de la duda ante el voto cuanto del carácter del mandato que, previsiblemente, se va a otorgar a los socialistas por tercera vez.La incomodidad y el desasosiego se instalan, como es obvio, en el hoy extenso campo de la falta de convicción. Para nadie es un secreto que las posibilidades del votante -es decir, del que ha decidido tomar parte activa en cualquier caso, incluyendo el voto deliberado en blanco- para decidirse son escasamente alentadoras: tenemos una derecha que se empeña en mantener un firme tapón en el cuello de botella de su falta de modernidad y cuya credibilidad tiene el sex appeal de una mesa camilla; tenemos un centro que da tumbos por todas partes menos por su nombre y cuya indigencia ideológica es casi patetica; tenemos una izquierda casi tan antigua -aunque de otro modo- como la derecha, y tenemos un confuso conglomerado de socialistas, socialdemócratas y oportunistas llamado PSOE. Estos últimos añaden una imagen que es la imagen del poder, perdida por la derecha en dura competencia consigo misma hace ya muchos años.
La incomodidad y el desasosiego del votante o presunto votante a los socialistas afecta en estos incrementos a muchos más de los que los socialistas sospechan; son los síntomas de un malestar que me interesa especialmente porque es quizá el único que va a atormentar con la nobleza de la duda a una cantidad estimable de indecisos cuya Indecisión no se asienta en el no-saber, sino, precisamente, en el saber. Las decisiones de los demás están cantadas. Yo hablo de aquellos que, teniendo o no inclinaciones socialistas clásicas o pragmáticas, vienen votando al PSOE como al partido que más se identifica y es identificado con la imagen de modernidad necesaria a una sociedad, como la sociedad española, que se expande tras la muerte de Franco.
La actitud del partido socialista en el poder ha sido calificada de arrogante, e incluso de soberbia. No me cabe duda, ni a mí ni a nadie que tenga ojos y oídos, de lo acertado de esa calificación. Ahora bien, la cuestión verdaderamente importante no es dilucidar si lo son o no y en qué medida; la cuestión es saber dónde enraiza esa prepotencia, esa soberbia. Los sempiternos comentaristas de la superficie se apresuran a machacarnos con que es producto de la chulería, la adoración irracional al poder o la corrupción innata al socialista medio; pero es evidente que, en su afán de confundir la realidad con sus deseos, no apartan los ojos del espejo en que se contemplan. Por el contrario, yo creo que las raíces hunden en otra tierra.
Si nos distanciamos de lo inmediato tan sólo lo justo como para reflexionar, hay algo que en seguida salta a la vista: lo insufrible del trato diario de los españoles con los socialistas. Ésta y no otra es, para mí, la situación responsable del 14-D de 1988; una especie de -perdón por la expresión- cabreo multiclasista que desbordó las previsiones de todos, mal que le pese admitirlo a un sindicalismo que pretende también la exclusiva -¡quién no, en estos tiempos de mayorías absolutas!- de la voluntad nacional. Esa irritación, ese malestar general, pertenece a la vida diaria, cotidiana, por razones que van de la saturación de huelgas a la presión tributaria, pasando por el desinterés oficial hacia las aparentes pequeñas cosas (consumo, sanidad, delincuencia ... ). Todo ello suma y sigue en el día a día que hace confluir el malestar por la doble vía de las emociones y los dineros.
Pero si retrocedemos aún más ayudándonos del zoom de la conciencia histórica se ve que, al igual que en una fotografía, la profundidad de campo difumina los objetos situados en primer plano, la cotidianidad pierde nitidez donde la cobra la historia. De un modo general podríamos decir que todo lo bien que los socialistas lo están haciendo en el terreno de la historia lo están haciendo de mal en el terreno de lo cotidiano. Hoy nadie discute a Adolfo Suárez su valor en la historia reciente de nuestro país y, más que probablemente, en la futura; lo que no obsta para que algunos pensemos que su afán de volver es justamente lo que está erosionando esa imagen, porque ha puesto demasiado en evidencia su lado débil.
Pues bien, en mi opinión es en lo histórico donde hunde sus raíces la soberbia de los socialistas -o la soberbia de los más inteligentes entre ellos, no la torpe de los centenares de lacayos incorporados sobre la marcha- Conscientes de que la única sintonía con el sonido de una sociedad moderna la tienen ellos y de que ése es el deseo de una mayoría de españoles no necesariamente socialista, han asumido el papel de hacer historia ya que no pueden hacer ideología, y su prepotencia es la de aquel que se siente elevado a grandes alturas por su soledad y por la pequeñez de sus contrincantes. Fijos sus ojos en la siempre dudosa luz de la historia, han perdido el sentido de la cotIdianidad y puede que acaben perdiendo sus referencias ideológicas.
Entonces, el español que se siente tentado de votarles se encuentra como el ciudadano ante cualquiera de los monopolios hidroeléctricos -si se me permite la comparación-: son fuente de bienestar por cuanto proporcionan luz, pero sí se equivocan al emitir un recibo o surge alguna confusión, o pagas o te cortan la luz; luego ya se verá si en tu reclamación hay algún fundamento, y en ese caso, rectificarán cuando lo consideren oportuno. Y uno, que necesita luz, paga y sabe que no reclamará, entre otras cosas, porque no tiene tiempo para hacerlo; pero no le gusta que le maltraten ni que le tomen por un moroso, ni siquiera por un presunto moroso, y piensa: ya nos veremos las caras cuando haya oferta libre.
La soberbia, la prepotencia, son la cara detestable de estos monopolistas del poder y de la historia. Cuando, con el paso del tiempo, la legitimación histórica llegue -que llegará-, ¿quién se acordará de la cotidianidad? El problema es que la cotidianidad está teniendo lugar hoy y entre nosotros, los que vamos a votar. Quizá el PSOE aspire a la historia, pero la cotidianidad somos nosotros, y ellos necesitan nuestro voto para convalidar sus decisiones históricas, su paso a la historia.
No, no es un asunto fácil de dilucidar éste del voto, porque -pienso- ¿cómo podríamos conseguir que fuésemos los irritados quienes negociáramos al menos un 50% de protagonismo en la historia de la modernización de nuestro país? Al fin y al cabo, la democracia es la cotidianidad. ¿O no?
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