Suciedad
Por fin veo descender de los aviones a los turistas extranjeros con la fregona en una mano y la botella de lejía en la otra. Ya no traen la tabla de surf, pues vienen en misión de asistencia higiénica.Empiezan su labor en los aeropuertos, donde los aseos están sucios y los sanitarios medio rotos. No hay toallas. Falta papel higiénico. El chisme para secar las manos resulta tan eficaz como un teléfono de Solana.
A dos pasos de allí se alinean impecables las lujosas tiendas de diseño libres de impuestos, aunque no de mierda, pues desde los lavabos públicos viaja la suciedad en la suela de los zapatos.
En las terrazas de moda los veraneantes lucen sus lustrosos cuerpos entre contenedores de basura y escombros de obras por rematar. Cuando hay brisa, las delicias aromáticas nublan la vista del personal.
En las fiestas populares también se ensucia a fondo y con mucha profesionalidad. La plaza típica del pueblo se llena de vasos de plástico, envolturas de helados y paquetes de tabaco sobre los que revolotean, alegres, las moscardas del lugar. Los desperdicios jamás se desperdician, allí siguen por tiempo indefinido.
Los cubos de basura y las papeleras (si las hay) rebosan de contenido. La fetidez ambiental queda ahogada por el bombeo de los aerosoles del Caribe que destilan esencias de limón, coco y hasta ciruela prensada.
Las colillas colean entre los granos de arena fina, suavizados por la nicotina de los filtros. Todo rezuma salud e higiene en las aguas, donde flotan los más variados enseres: compresas femeninas, gomas masculinas, esponjas neutras. Y en la gran muralla del litoral se abren nichos para inquilinos de cemento armado.
Bares y restaurantes compiten con clínicas y hospitales. Por la misma puerta acceden los pacientes y evacuan a los fiambres.
También hay calles sembradas de jeringuillas que nadie recoge por miedo al SIDA. Y, naturalmente, los precios son competitivos.
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