La 'polis' rediviva
Cuenta Jenofonte que cuando la galera Páralos llevó a Atenas la noticia del desastre de Egospótamos, en 405 antes de Cristo, un solo y creciente gemido corrió desde El Pireo hasta la capital a lo largo de los Muros Largos y nadie durmió aquella noche. "No lloraban", dice Jenofonte, "sólo por los desaparecidos, sino también por sí mismos, al pensar que iban a sufrir los mismos daños y desgracias que ellos habían causado a los pueblos de Melos, cuando tomaron su ciudad por asedio, y a los de Histiea, de Escione, de Torone y de Egina y a muchos helenos más". Al comentar el pasaje, Gilbert Murray, en su indispensable estudio sobre la evolución de la religión griega, afirma que los ecos de aquella lamentación serán una constante de la literatura del siglo IV, tan distinta de su predecesora. La derrota dejó a los atenienses a merced de sus enemigos, obligándoles a abatir sus murallas y a firmar una paz humillante con Lisandro. Para siempre dejó Atenas de conistituir un ideal político, y a partir de 405 ya nadie hablará de la ciudad como lo hacía Pericles en el siglo V. La concepción de la polis como Estado perfecto, el que mejor procuraba la seguridad del ciudadano, protegía el comercio y las artes y fomentaba la práctica de la religión y el cultivo de la sabiduría, se viene abajo para dejar paso a una nueva fuerza, la liga de las ciudades, única capaz de afrontar las dificultades de la decadencia.De acuerdo con el relato de Jenofonte, la polis murió por debilidad ante la coalición adversaria y por el cúmulo de abusos con que había impuesto su liderato al resto de los helenos. La relación de tales abusos tan sólo ocupa unas cuantas líneas en las historias de Jenofonte y de Tucídides, en tanto que sobre la cultura que trató de imponerse mediante ellos la humanidad ha hecho correr toda la tinta del mundo, atribuyendo a ella nada menos que el nacimiento del espíritu filosófico y la figura del hombre como criatura inmortal, de ascendencia divina. Ha pasado, sin duda, mucho tiempo, envuelto además por el más tenaz silencio, y nadie se ha preocupado de medir el daño causado a los melios, a los eginetas o a los toroneos para valorar el coste de aquella cultura ática. Por lo demás, tampoco aquellos pueblos tuvieron demasiada fortuna; las confederaciones de ciudades no sobrevivieron más de un siglo, no pudieron resistir al empuje macedonio, y cuando se alzó Roma con la nueva majestad, la mirada del historiador volvió a reparar en Atenas para señalar el glorioso precedente de la ciudad todopoderosa. La, herencia de los melios, los eginetas y los toroneos se reduce a unas pequeñas aldeas con casas de dos alturas, unas pocas tabernas y tinos comercios de cordelería. Y, sin embargo, en sus destartaladas y polvorientas plazuelas se halla diseminada y perdida la gloria de haber terminado con la polis.
De igual manera, por ahí andan perdidos, sin levantar cabeza, los herederos de los humildes y ultrajados paisanos que acabaron con los grandes imperios: cordeleros de Egina, caballistas del Tisza, mamelucos del Nilo, molineros de Brabante, yunteros de Sonora, leñadores de Vitebsk, culís del Punjab. Sin duda que se trataba de grandes unidades rotas y poco menos que indefendibles, pero aun así en todo momento fue necesario el iracundo golpe de la horquilla contra el lábaro para echar por tierra los emblemas de las águilas. Si el vencedor no funda un nuevo imperio sobre las ruinas del caído, dificilmente logrará que el historiador se acuerde de él. Su paso por la historia no ha podido ser más fugaz; un día abandonó el hogar para acudir al combate, armado de cualquier manera, lo ganó contra todo pronóstico y volvió a casa más que satisfecho de que Belona, en su carrera en pos del espíritu universal, se alejara hacia otras tierras.
Pero el imperio tiene que seguir; ni sabe adoptar esa cincinata conducta, ni puede permitir que a la muerte de uno no suceda el nacimiento de otro, como si todos se hallaran enlazados por una cadena biológica y al último quedara encomendada la supervivencia de una especie que no puede extinguirse ni aun en el medio menos propicio; la república que nació para sacudirse la agobiante corona en cuanto supo prosperar hizo suyos los propósitos de la monarquía, y para mayor sarcasmo la convierte en su vasallo en cuanto decae. Con su crecimiento el imperio genera una inevitable desproporción entre su extensión y la fuerza. con que ha de defender sus fronteras; las guarniciones se distancian y aíslan, se ensanchan los espacios indefensos y la guerra de conquista se transforma de un día para otro en la desesperada y frustránea defensa de una línea. Los años, lustros o décadas finales de un imperio acostumbran a ser un milagro de supervivencia, de economía del esfuerzo contra un enemigo localmente superior, hasta que amanece el día del agotamiento y una partida de paisanos armados con picas y horquillas se basta para echar por tierra las águilas imperiales. ¿Les habían dicho que eran sus opresores? ¿Es casi siempre una cuestión de tributos? Sospecho que el otoño de un imperio, con su fúnebre, dulzón y fermentado sabor, puede ser el mejor momento para el paisano oprimido, antes de sentir la necesidad de empuñar la horquilla para ensartar a un soldado. La Adininistración se ha corrompido, se puede defraudar buena parte de los impuestos y nada le importa quién detenta el mando en una lejana Roma. Ni siquiera se molesta en saber su nombre. Pero alguien le susurra al oído que su situación es intolerable, que es un hombre libre que no necesita el salvoconducto librado por una autoridad extranjera para viajar por su tierra, que es un ciudadano con plenos derechos y que debe empuñar la horquilla para arrojar al invasor. Lo demás viene solo; abatidas las águilas imperíales, hay que construir una patria, y eso exige el esfuerzo de todos. Su. adaptación al nuevo credo, aceptado con fervor, desplaza los asuntos domésticos a un segundo plano; en otras palabras, se politiza. En principio, eso quiere decir que se ocupará de los demás más que de sí mismo, pero a poco que tenga éxito en su nueva actividad, pronto se cambiarán las tornas y se empeñará en que los demás se ocupen de él más que de sí mismos. Y a quien no se conduzca así le acusará de egoísmo, de contrarrevolucionarlo, de lacra social.
En todo momento parece que está a punto de amanecer el día final de los imperios. Pero ese día no llega; o es una ilusoria aurora o bien un amanecer real seguido de infinitos y solapados eclipses. Lo peor, sin duda, del imperio no es el poder militar, ni los impuestos, ni la oligarquía dominante, ni la lejana capital, sino la idea que le anima, hereditaria al ciento por ciento, copiada íntegra por la pequeña república emancipada. El destino en lo universal, que decía el otro, y al diablo con lo individual; el orgullo de ser ateniense, o romano, o español, o británico, o soviético, o americano, pueblos especialmente preparados, se diría, para crear el individuo universal y dar su nombre, llegada la ocasión, a una nueva avenida del extrarradio.
La historia es una abuela emperifollada, todo arrugas y prótesis, que canta las virtudes de los patriotas que la amaron. Nadie ha hecho tanto daño como ellos. Su número y recursos son infinitos y saben, como nadie, utilizarlos para sus propíos fines. Reducen su espacio a voluntad, y cuanto más estrecho lo hacen, más intensos son sus sentimientos. Si no pueden ser imperiales serán nacionales, y si esto no cuadra se harán regionales, para quedarse en su pueblo si la capital no responde. Cuando agota el espacio geográfico siempre tendrá a su disposición el económico, el industrial, el ideológico, el racial o el climatológico. Y si todo falla siempre quedará, o tempora o mores, el empresarial. Pues ¿alguien duda de que la empresa es el imperio, la patria, la Atenas, la Roma de nuestros días? La odiosa polis se esconde hoy tras tres letras, y ni siquiera cabe esperar que brote el prolongado gemido que, tras recorrer los Muros Largos, llegue a IBM partiendo de SKF.
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