Invertidos
Interior conserva en los archivos policiales fichas de ciudadanos en las que campea la palabra invertido. El término es penetrantemente descriptivo de la realidad que se desea expresar. En comparación con apelativos como maricón, marica, loca con los que se pretende ridiculizar a los hombres que ejercen su sexualidad fuera de los cánones socialmente obligatorios, la denominación de invertidos ahonda en una descalificación frontal del sujeto, al que se presenta como dimitido del don más preciado: la masculinidad. Acaso por eso la policía no la emplea para calificar a las mujeres, a las que sólo cree dimitidas de lo femenino.
Llamar a un hombre invertido es pronosticarle una alienación total respecto a una existencia rectamente entendida, un cambio de sentido trascendente, fatal, sórdido. Y uno se imagina los instantes que probablemente precedieron en cada caso a la decisión policial de colocar ese estigma sobre el papel oficial. Uno ve al policía achulado y prepotente bromear ante el muchacho pecador sobre lo que se pierde con su pecado. O tal vez al profesional que se permite disquisiciones sobre las conexiones criminógenas del mundo de la marginación. O al funcionario moralista que quiere hacer volver al buen camino a la oveja perdida y que recurre al argumento del SIDA.
Pero lo que nunca es previsible entre los policías que se permiten introducirse en la opción sexual de un ciudadano para calificarla burocráticamente como inversión es que, frente a frente en comisaría, mediten sobre su propia versión humana y admitan que ese individuo ante el que se sienten superiores y mejores es probablemente más feliz que ellos y seguramente más honrado. Naturalmente, no es necesario, aunque sea fácil, que el homosexual sea más feliz o más honrado que el policía para que éste deba abstenerse de anatematizarle, pero es seguro que una reflexión de ese carácter contribuiría a que el funcionario dejara de escribir chorradas.
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