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Tribuna
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La peligrosa construcción social de 'otra' realidad

Señalan los autores del artículo, tras defender la libertad de expresión como pilar del sistema democrático, que resulta categóricamente injusto que más de un artículo escrito sobre gestores, propietarios y empresas deforme la realidad sin reparar en la dimensión social de las consecuencias dañosas que pueden ocasionar.

Los titulares de varias publicaciones, autodenominadas de información general, nos anuncian oscuras historias, manejos subsumibles en conductas delictivas típicas, pinchazos telefónicos; nos dan cuenta de un rumor sobre un supuesto hijo extramatrimonial; nos narran conversaciones privadas, y dan detallada cuenta de los términos de una controversia jurídica. Son el reclamo de prolijos artículos que engrosan hoy ya la marea comunicadora sobre uno de los fenómenos de opinión pública más interesantes, tanto desde el punto de vista sociológico cuanto desde el estrictamente jurídico, de la España posconstitucional.El sociólogo destacará cómo una mujer que hace seis meses era una absoluta desconocida para la colectividad nacional alcanza hoy cotas muy superiores a los políticos de primer nivel; cómo la que hemos denominado marea comunicadora, los mismos titulares aludidos, se han escuchado y se escuchan en escenarios tan dispares como la recepción del Campo del Moro o la cola de un puesto de mercado de una ciudad española.

Asistimos así al proceso de construcción de una realidad -la única socialmente relevante- frente al cual, ¿qué fuerza, qué eficacia -social y jurídica- tiene que las conversaciones de referencia nunca existieran, que se trata de una información contraria a la verdad, a la realidad objetiva? ¿O que los términos exactos (factualmente exactos) de la controversia aludida guarden tan sólo una remota semejanza con los expuestos? ¿Cómo se justifica, social y jurídicamente, que torticeros juicios de valor sugieran imputaciones perseguibles plenamente de oficio? ¿Es noticia un rumor sobre algo tan serio y tan íntimo como una paternidad extramatrimonial, cuando además es rotundamente falso? En definitiva, ¿cuáles son los límites jurídicos de la libertad de expresión e información?

Parece simplista destacar que la libertad de expresión e información que contempla la Constitución supone una ruptura frente al régimen jurídico derogado. Sin embargo, es precisamente esta solución de continuidad la que explica no pocos titubeos de los órganos judiciales, no pocas perplejidades y torpezas de los diferentes grupos subjetivamente implicados en el proceso de comunicación. Por parte de los noticiables y opinables y, sobre todo, de sus responsables de prensa e imagen, que a menudo se encastillan en una periclitada prevalencia absoluta del derecho al honor y olvidan que este radical cambio ha supuesto una evolución del concepto de información veraz, en la que la noción de verdad ha dejado de ser estrictamente equivalente a exactitud para acoger la de respeto a la verdad, búsqueda de la verdad, realización de todas las comprobaciones necesarias para hallar la verdad y divulgarla. Por parte de los profesionales de la comunicación, que con igual frecuencia pretenden una libertad incondicionadamente preferente a cualquier otro derecho constitucional, un ámbito totalmente exento para cualquier poder externo.

El artículo 20.1 de la Constitución configura el derecho de expresión e información como derecho de libertad. La doctrina del Tribunal Constitucional (TC) ha establecido además su carácter preferencial a otros derechos, en particular el derecho al honor, la intimidad y la propia imagen, consagrado en el artículo 18.1. Esta supraordenación se desprende de la propia esencia democrática, pues "[esta libertad hace que] sea real la participación de los ciudadanos en la vida colectiva, de tal forma que de la libertad de información -y del correlativo derecho a recibirla- es sujeto primario la colectividad y cada uno de sus miembros, cuyo interés es el soporte final de este derecho".

Filosofía liberal

Este mismo principio fundamenta la probablemente más comentada sentencia que un tribunal haya jamás pronunciado sobre el tema que nos ocupa, la sentencia del Tribunal Supremo norteamericano New York Times versus Sullivan, que, según admite pacíficamente la doctrina, recogió las tesis de la filosofía liberal (la verdad surge inexorablemente tras el contraste de ideas y pareceres; en consecuencia, el Gobierno debe abstenerse de interferir la libre discusión entre los ciudadanos). Esta incursión en el ordenamiento norteamericano se justifica no sólo porque en este punto constituye un cuerpo de doctrina sólidamente trabado que directa o indirectamente sirve de modelo en derecho comparado, sino porque en él, como sucede con otras instituciones típicas de la democracia, el sustrato ideológico aflora con claridad; no puede dejar de observarse, así, que la virtualidad de ese contraste libre de ideas y pareceres como conformador de la opinión pública no es superior a la determinación del precio de mercado por la mano invisible de Adam Smith.

.La Constitución consagra, pues, el derecho de expresión e información, con carácter supraordenado a otros derechos fundamentales. No cabe, sin embargo, concluir que se concibe como una libertad absoluta -ningún derecho lo es- o que puede prevalecer siempre sobre otros derechos constitucionales. Lo que significa esta posición preferencial es que los límites de esta libertad deben interpretarse no sólo restrictivamente en su consideración aislada (lo que sucede con cualquier derecho constitucional), sino que las colisiones de la libertad de expresión e información con otros derechos constitucionales habrán de resolverse usando técnicas interpretativas que reduzcan la crítica o el debate públicos, legítimamente formulados.

La cuestión de los límites jurídicos de la libertad de expresión e información se disuelve, por consiguiente, en acotar las técnicas interpretativas de las condiciones esa prevalencia. Esta labor, que corresponde en última instancia al TC, ha sido abordada con decisión y notable altura en algunos razonamientos; subsisten, sin embargo, todavía importantes zonas de indeterminación, con el consiguiente lastre para la seguridad jurídica. Tres son las líneas dibujadas por la jurisprudencia: la dualidad libertad de expresión-libertad de información como determinación previa, el concepto de interés general y, finalmente, el contenido mínimo de la información veraz. Veamos esto de más cerca.

En su labor hermenéutica, el TC comienza por resaltar que nuestra Constitución consagra por separado la libertad de expresión (artículo 20.1.a) y la libertad de información (artículo 20. 1.d); a partir de esta constatación construye un primer eje valorativo, basado en la concepción dual de la libertad de expresión e información. Esta primera vía, en la que el Tribunal Constitucional destaca frente a una casi unánime concepción unitaria en derecho internacional y comparado, carece, sin embargo, de la virtualidad que parece suponer el entusiasmo puesto de manifiesto en las resoluciones que explicitan las dificultades de su aplicación, únicamente para declarar que son superables. Y es que las categorías de la información axiológicamente neutra y la opinión carente de carga informativa no pasan de tener, en la estructura actual de los medios de comunicación, un carácter residual, resultando de peligrosa labilidad la calificación por el elemento que aparece como preponderante propugnada por el TC.

El segundo eje de valoración establecido por la doctrina del TC parte de que la preponderancia de las libertades públicas del artículo 20 de la Constitución, en cuanto se asienta en la función que éstas tienen de garantía de una opinión pública libre, únicamente se materializa cuando las libertades se ejerciten en conexión con asuntos que son de interés general por las materias a que se refieren y por las personas que en ellos intervienen ("obligadas por ello a soportar un cierto riesgo de que sus derechos subjetivos de la personalidad resulten afectados por opiniones e informaciones de interés general"). Técnicamente impecable, la operatividad de esta medida topa con la dificultad de que la distinción de sujetos-asuntos públicos y privados dista mucho de contar con un perfil nítido en nuestra doctrina jurídica.

Información veraz

El tercer eje interpretativo lo brinda la evolución del concepto de información veraz. Cuando la Constitución requiere que la información sea veraz no está tanto privando de protección a las informaciones que puedan resultar erróneas cuanto estableciendo un específico deber de diligencia sobre el informador, a quien se le puede y debe exigir que lo que transmita como hechos haya sido objeto de previo contraste con datos objetivos, privándose así de la garantía constitucional "a quien, defraudando el derecho de todos a la información, actúe con menosprecio de la veracidad o falsedad de lo comunicado". He aquí otra vía interpretativa irreprochable que refunde las clásicas en derecho comparado de la conducta exigible y la intencionalidad.

Si contrastamos la referida marea comunicadora con estos parámetros constitucionales, las más gruesas desviaciones -y éstas menudean en el caso que origina esta reflexión-, las imprecaciones gratuitas, las frases formalmente injuriosas, las insinua" ciones insidiosas o las noticias carentes del más mínimo contraste quedan, sin duda, extramuros del ejercicio legítimo de la libertad que la Constitución ampara. Hay, sin embargo, un importante halo de conductas comunicadoras que parecen dar razón a quienes sostienen que los medios informativos han convertido la verdad y la falsedad en categorías irrelevantes, desde el punto de vista de la influencia en la conformación de la realidad social; que -en peculiar modalidad de la ley de Gresham- la mala moneda del foro comunicador desplaza inexorablemente a la información veraz y la opinión razonada. Porque, en efecto, resulta categóricamente injusto que más de un artículo escrito sobre gestores, propietarios y empresas de uno de los grupos de mayor trascendencia en la vida económica nacional deforme la realidad -ignorando los datos objetivos o anegándolos en especulaciones y medias verdades sesgadas-, sin reparar en la dimensión social de las consecuencias dañosas que tan frívolamente pueden ocasionarse. Realidad de una gestión que, al margen de cualquier otra consideración, ha de calificarse de objetivamente más que notable. Como injusta resulta también la falta de mesura en la avidez de algunos medios por la vida privada, que rebasa la más laxa interpretación del concepto de la relevancia pública; acarreando además la consecuencia de que quien se ha convertido en auténtica víctima de una dimensión pública de la que siempre ha huido sea hoy -con una inversión de la verdad- catalogada por al menos una parte del colectivo receptor de la información veraz como "...igual que todas (...) porque le encanta salir en las revistas".

Basada en un postulado ideológico del primer liberalismo, la libertad de expresión e información constituye, sin embargo, uno de los pilares fundamentales de la convivencia democrática en nuestra sociedad posindustrial. Las disfuncionalidades inherentes a la institución no pueden recibir solución satisfactoria desde la imperatividad de la letra de la ley y los fallos judiciales. Al propio cuerpo social incumbe, en última instancia, arbitrar los mecanismos de autorregulación directa que hagan ralidad socialmente relevante -parafraseando al Tribunal Supremo norteamericano en un pronunciamiento ya clásico- que "bajo la Constitución no existen falsas ideas. No obstante lo perniciosa que una opinión pueda parecer, dependemos para su corrección, no de la conciencia de jueces, sino de la competencia de otras ideas".

y Ana Palacio son abogados. Ocupan en la actualidad los cargos de consejero y consejera técnica de Construcciones y Contratas, SA.

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