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Fin de siglo y final de la historia

Nuestra época se distingue de las anteriores por la conciencia de la mortalidad de la especie humana. Hasta ahora, los hombres creíamos haber descubierto la clave de nuestra condición en la conciencia de nuestra mortalidad individual. Podíamos sentirnos llenos de vida, pero nos sabíamos mortales; esto daba un sabor agridulce a la vida y permitía embarcarnos en todo tipo de consideraciones solemnes. En esto, obviamente, el hoy no se diferencia del ayer. La diferencia estriba en que hoy sabemos no sólo que el individuo es mortal, sino también que la especie humana lo es: que puede perecer, como resultado tanto de una guerra nuclear que alcance dimensiones apocalípticas como de un deterioro irreversible del medio ambiente provocado por su propia actividad. La posibilidad de la desaparición de la especie no es ya una posibilidad remota, a millones de años d distancia, resultado de un choque de las estrellas, sino una posibilidad real e inmediata, consecuencia, querida o no, de nuestros actos. Esta conciencia de la posibilidad de la autodestrucción de la especie nos coloca en el comienzo de una fase nueva de nuestra historia; una que podemos llamar de "final de la historia", a condición de dar a la expresión un sentido distinto de aquel que le dio Hegel a comienzos del siglo pasado.En el pensamiento de Hegel, el "final de la historia" significa un período de plenitud. Es el período hacia el cual, como llevada de la mano por un sujeto absoluto o providencial, se dirige la especie humana. En él se asiste a la realización de la razón y de la libertad, la cual se concreta en el funcionamiento de un entramado de instituciones políticas, sociales y económicas, básicamente dos: el Estado nacional y el mercado capitalista. Con esto, el vagabundeo que el espíritu humano ha hecho de época en época, y de sistema en sistema, ha terminado. Los hombres hemos encontrado nuestra casa; sólo tenemos que quedarnos a vivir en ella, haciendo periódicamente las reformas y las reparaciones necesarias: el ajuste de las tensiones entre los Estados nacionales y la corrección de los defectos de los mercados capitalistas.

Vista desde la perspectiva histórica de "fin de siglo" del último decenio del siglo XX, esta teoría asombra por su curiosa combinación de algún acierto y de extraordinario desacierto. La visión de Hegel es típica del optimismo de las sociedades burguesas del siglo XIX. Es cierto que se trata de un siglo relativamente pacífico, si se le compara con el período revolucionario y napoleónico anterior; próspero, si se piensen el desarrollo de la industria y el comercio, y de gran creatividad cultural. Sin embargo, no faltan en el siglo XIX las zonas oscuras: la inquietud de la inteligencia, las agitaciones sociales y nacionalistas, las muestras de la rapacidad de los capitalistas, de la torpeza y rigidez de los burócratas, o de la mezquindad de las aventuras coloniales; y con el fin del siglo se multiplican los signos anunciadores de una catástrofe inminente. Pero hay que esperar al estallido real de la catástrofe para que las gentes se den cuenta de que la sociedad burguesa del siglo XIX había albergado en su seno monstruos que ahora cobran un cuerpo y una potencia incontenible. La guerra de 1914-1918, los regímenes totalitarios y la II Guerra Mundial son operaciones de destrucción que han dominado nuestra experiencia del siglo XX.

Constituye un testimonio de nuestro optimismo incurable, superficial y quizá para algunos conmovedor que, después de la carnicería humana de la guerra de trincheras, los campos de exterminio nazis y el holocausto, el gulag soviético, Hiroshima y los 40 o 50 millones de muertos de la última gran guerra, por no hablar de los genocidios de armenios, zíngaros o camboyanos y del terrorismo de masas, todavía nos refiramos al siglo XX como un siglo de progreso con relación al siglo anterior. Es obvio que no lo ha sido y que la visión hegeliana, según la cual en el siglo XIX habíamos llegado a un final razonable de la historia que presumiblemente el siglo XX había de perfeccionar, resulta grotesca. Si es verdad que ahora estamos "al final de la historia", lo es en el sentido de que nos hemos acercado no a la plenitud, sino al borde del precipicio. No porque se haya cumplido la finalidad implícita en un proceso necesario de desarrollo de las instituciones políticas y económicas de las épocas anteriores, y en particular del siglo pasado, sino porque nos han sucedido, como en una pesadilla, cosas extraordinarias y terribles, casi imposibles de soportar por la escala e intensidad de los sufrimientos innecesarios que han sido impuestos a millones y millones y millones de seres humanos, y porque como consecuencia de esta regresión masiva a la barbarie nos encontramos viviendo al borde de nuestra extinción como especie.

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Sin embargo, vivir, no en una casa confortable, sino al borde del precipicio, es justamente lo que nos da una oportunidad única: nos coloca en una situación existencial óptima para darnos cuenta de que no vamos a sitio alguno; de que la imagen itinerante de la humanidad ha sido el espejismo de una época; de que tanto la especie humana como los individuos que la componen hemos vivido y vivimos en la contingencia más radical, y de que depende de nuestra libertad y de nuestra capacidad de aprender de nuestros errores, y de nuestros desastres, que evitemos lo peor.

Los desastres del siglo XX son una oportunidad de aprender. ¿Qué podemos aprender? Creo que podemos -aprender varias cosas, pero entre ellas quiero resaltar ahora tres. Primero, podemos aprender a desconfiar profundamente de las instituciones que han sido los instrumentos y los agentes directos principales de aquellas gigantescas operaciones de destrucción de seres humanos; es decir, a desconfiar profundamente de los Estados y las clases políticas. Segundo, podemos aprender a desconfiar profundamente de las tradiciones culturales que han nutrido de justificación ideológica y de motivación a las clases políticas (y sus Estados), y han movilizado a su favor, siempre en una posición subordinada, a la sociedad civil; es decir, a desconfiar profundamente de las tradiciones revolucionarias y las tradiciones nacionalistas de estos dos siglos. No digo: rechazar en su totalidad tales Estados, clases y tradiciones; sí digo: desconfiar profundamente de ellos.

Pero, tercero, también podemos aprender otra lección que matiza y equilibra las anteriores: la lección contenida en las instituciones que han sobrevivido a los desastres del siglo XX, constituyendo los fundamentos de fragmentos o espa-

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Fin de siglo y final de la historia

Viene de la página anterior cios históricos habitables: sociedades relativamente libres, ordenadas y prósperas, tales como las de Europa occidental durante los últimos 40 años y de los países anglosajones durante los últimos 200. En todas ellas observamos una combinación de gobierno limitado y representativo (o democracia liberal) y de economía de mercado. Éste es un entramado institucional que ha permitido encauzar de manera relativamente constructiva las pasiones y los intereses de las clases políticas, haciéndolas moderadamente útiles (como punto de referencia moral en situaciones críticas, como estímulo a la educación cívica de la pobla ción, como contrapunto de los grupos de interés) o reduciendo al menos la probabilidad del desarrollo de sus delirios de grandeza. Por supuesto que es tos espacios habitables han te nido sombras de enorme alcance, tales como la esclavitud, la explotación capitalista y la discriminación sexual. Pero lo que ha hecho relativamente habitables estos espacios es que en ellos ha cabido reducir esas sombras, y reducirlas sustancialmente, mediante reformas, sin alteración radical de sus instituciones.

Caracteriza al fin de siglo que estamos viviendo el hecho de que estas democracias liberales capitalistas están dejando de ser fragmentos, o alternativas, para convertirse en el polo de atracción, aparentemente irresistible, de sus adversarios históricos, los regímenes políticos totalitarios y autoritarios modernos. Si esto es así, podemos permitirnos una recuperación irónica (y parcial) de las tesis de Hegel sobre el final de la historia.

Estaríamos al final de la historia porque, como he argüido antes, a partir de ahora vivimos, y viviremos, con la posibilidad permanente, real e inmediata de la extinción de la especie sobre la tierra. Esto nos obliga a analizar críticamente los pasos por los que hemos llegado a esta situación, y tratar de aprender de ellos con objeto de sobrevivir razonablemente. Pero además estamos al final de la historia porque cuando, desde esta perspectiva, recapitulamos nuestra experiencia, tratamos de aprender de lo sucedido y aplicamos este aprendizaje al diseño de nuestras instituciones políticas y económicas, el resultado es que volvemos al núcleo fundamental de las instituciones de las "sociedades burguesas" de finales del siglo XVIII y de la primera mitad del XIX: a los Gobiernos representativos (limitados) y a las economías de mercado. Como si la experiencia de lo terrible del siglo XX nos hubiera hechos adultos, y como adultos volviéramos a aquel "juego de niños" para volverlo a jugar; con rectificaciones, con mucho más cuidado y, ahora sí, sabiendo que, siendo un juego, es el único juego que nos queda.

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