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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Beneficio de la duda

EL SUSTO que se reflejaba ayer en el rostro del nuevo alcalde de Madrid, Agustín Rodríguez Sahagún, resultaba comprensible. Porque una cosa es la evidente legalidad e indiscutible legitimidad de esa moción que le ha llevado a la alcaldía y otra el embolado que le ha caído encima a resultas de una operación política tan ajena a los problemas que agobian a los ciudadanos de Madrid. Con todo, el respeto a las reglas del juego democrático es un valor en sí mismo, y de ahí que convenga subrayar, frente a interesados sembradores de dudas, que nadie puede discutir el derecho del Partido Popular (PP) y del Centro Democrático y Social (CDS) a desalojar, de acuerdo con procedimientos previamente establecidos, a los socialistas de la alcaldía madrileña. Los socialistas, que llevaban 10 años presidiendo el Ayuntamiento de la capital, tendrán ahora ocasión, desde la oposición, de refrescar su caudal de ideas y de conformar su propia alternativa frente a la coalición de populares y centristas. Eso es la democracia. Mientras tanto, Rodríguez Sahagún y su equipo merecen al menos el beneficio de la duda.Pero ni un milímetro más que eso, porque el leal escudero de Suárez ha empuñado el bastón de mando sin que sus convecinos sepan qué poderosas razones le han impulsado a hacerlo, pese a su escuálido apoyo popular, ni cuáles son las soluciones que piensa aportar a los problemas de la ciudad. El CDS, de acuerdo con el programa con que concurrió a las elecciones de 1987, resistió las presiones de la derecha para concluir una alianza poselectoral que les diera acceso conjunto a la alcaldía. A lo largo de estos dos años, la distancia entre los planteamientos de ambos partidos en relación a los principales problemas de la capital, comenzando por los relacionados con el urbanismo, no ha dejado de afirmarse. De hecho, hace unos meses, con el CDS tratando de desbordar a los socialistas por la izquierda, ningún motivo indicaba que entre los de Suárez y los de Fraga pudiera cuajar cualquier alianza mínimamente coherente.

Pero la refundación de la vieja AP y la inquietud que esa resurrección sembró en el estado mayor del centrismo -cuyos miembros sufrieron el vértigo de verse condenados a seguir calentando el banquillo de la oposición indefinidamente- hicieron converger dos impaciencias paralelas. La desastrosa operación de captación de dos concejales centristas por parte de Barranco actuó como detonante del giro de los centristas, cuyos portavoces se rasgaron las vestiduras con estrépito para disimular que ellos acababan de hacer lo mismo con Tamames, que había encabezado la candidatura de Izquierda Unida. A ello se añadió la presión de los cruzados de la unidad perdida del centro-derecha, empeñados en hacer una montaña de un bordillo y en convencer de que con tal de apear a los socialistas del poder cualquier combinación, hasta la más descabellada, resultaba aceptable.

Los teoremas que plantea una ciudad tan compleja como Madrid no pueden resolverse ni fácil ni rápidamente. Barranco ha resultado un político de trayectoria honesta y un buen alcalde en su papel representativo, importante en un cargo en el que es decisivo el factor de identificación de los ciudadanos; su gestión ofrece más zonas de sombra, pues, si bien es cierto que el avance en materia de equipamiento social, especialmente de los barrios, ha resultado meritoria, no ha sido capaz de adelantarse a la realidad en terrenos como la inseguridad ciudadana o, sobre todo, el tráfico. La errónea percepción del sordo descontento que esos problemas suscitaban en las clases medias y cierto acomodo a un poder que creían garantizado indefinidamente ha desgastado al equipo socialista más que las gesticulaciones de la oposición.

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