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Muñecas

Nos hemos llenado la boca estos días con el sonido percutor de la tx de Arantxa y a estas alturas todavía no sabemos si hemos celebrado la matrícula de honor de nuestra hermanita o la conquista de Gibraltar. Eso del deporte es un vicio solitarioque se convierte en virtud colectiva a poco que se triunfe. La gente ya habla de nuestra Arantxa, pero de haber perdido, la derrota hubiera sido únicamente suya. Estamos en tiempo fenómenos, y nos compensa más el éxito sorpresa que la constancia en la cumbre. Toda la negrura cotidiana de sobornos y malajes se va poe el desagüe de un trofeo imprevisto. Hasta el sábado éramos un país casposo, pero Arantxa lo ha sabido

peinar y perfumar ante Europa con tres o cuatro golpes de raqueta. En la épica deportiva esta chica hubiera podido ser el crepúsculo de los dioses, y en cambio ha resultado ser la consagración de la primavera.

Pero nadie se ha percatado que en este mundo del deporte erróneamente entregado a los supuestos valores masculinos son las mujeres las que están provocando las gran emociones nacionales. Resbala sobre las nieves eternas de Blanca, subimos al podio de Mari Cruz y de Reyes, incluso encajamos los golpes de tae-kwon-do de Coral. En nuestra miopía de machitos resoplantes preferimos verlas como heroínas de ficción o como huerfanitas desvalidas antes que como mujeres convencidas. A una campeona española siempre se le ha de buscar el novio, el padre, el entrenador, alguien que explique la inexplicable profesionalidad de esas señoras en un mundo famoso por la exaltación de las pelotas las confina entonces a una sexualidad de infantas. Y si persisten en victorias, siempre aparece algún confiado contador de cromosomas o algún correveidile de vestuario con el bulo de caricias sospechosas.

Incapaces de sus éxitos, optamos por velar por lo que sueñan o lo que beben. Triunfan para nosotros. Y las queremos con ese amor de propietario se profesa a todas las muñecas.

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