Está naciendo un santuario
La tumba de Jomeini se convierte en lugar de peregrinación para los musulmanes iraníes
Dentro de unos siglos, si la humanidad continúa existiendo para entonces, los extranjeros visitarán una gran mezquita al sur de Teherán, al borde de una autopista que une la capital iraní con la ciudad santa de Qom. Los guías explicarán que esa mezquita fue construida sobre la tumba del imam Jomeini, un anciano teólogo musulmán que a finales del siglo XX derribó una monarquía 25 veces centenaria, se enfrentó a las superpotencias, proclamó una república islámica y la guió durante una década, hasta que Alá le llamó a su seno.
De momento esa mezquita no existe; es sólo un proyecto en la mente de los dirigentes de Teherán. Pero el lugar donde deberá alzarse es ya el más importante centro de peregrinación para los musulmanes shiíes iraníes. En Beheshte Zahra está naciendo un santuario. De noche y de lejos, el lugar donde fue enterrado el imam Jomeini recuerda una escena de la película Encuentros en la tercera fase. Unos grandes proyectores iluminan un inmenso túmulo, envuelto en una nube de polvo, del que se levantan misteriosos cantos salmodiados. Ríos de hombres y mujeres vestidos por completo de negro se acercan allí desde todas las direcciones. Arrastran tropeles de niños.
Sudario blanco
Siguiendo la tradición musulmana, Jomeini fue enterrado sin ningún tipo de ataúd, con un blanco sudario envolviendo el cadáver. Su tumba -un simple agujero en el suelo de un descampado próximo al cementerio de Beheshte Zahra, donde reposan muchos de los muertos en la guerra del Golfo- fue cubierta con una losa del granito más vulgar. Para evitar que en su apenado delirio los seguidores del imam profanaran la tumba, ésta fue tapada con un contenedor, al que enseguida se añadieron una decena más.Tan extraña pirámide escalonada de metal es el túmulo hacia el que se encaminan las masas populares llegadas de Teherán y de toda la antigua Persia. A medida que se acercan a él, van proliferando los camiones que ofrecen gratuitamente pan y agua, los vendedores ambulantes de helados de chocolate. Sobre humildes esterillas, muchos hombres inclinan la cabeza en dirección a La Meca; otros leen el Corán a la luz de las velas. Familias enteras llegadas de las provincias acampan por todas partes. Irremediablemente huele a sudor.
Alrededor del túmulo la muchedumbre se espesa como hormigas en torno a un trocito de azúcar. Hombres, mujeres y niños, clérigos, civiles y militares se convierten en un oceáno oscuro que canta y llora sin consuelo. La Media Luna Roja se las ve y se las desea para mantener abiertos los pasillos que comunican con sus ambulancias. Por esos pasillos los camilleros transportan a los desmayados, a un ritmo de uno por minuto. Las luces rojas de las sirenas se pierden en la lejanía.
Acercarse a los contenedores es el objetivo de las gentes. Al cabo de horas de permanecer unos con los otros, los más afortunados, los más resistentes, lo consiguen. Entonces tocan el metal con la punta de los dedos y la misma sagrada veneración con que los judíos tocan el Muro de las Lamentaciones.
Los pasdaranes o guardias de la revolución islámica, unos gigantes barbudos con uniformes verde oliva y pistolas al cinto, están subidos en los contenedores. Riegan a los fieles con agua de rosas. También recogen a brazadas las prendas que éstos les arrojan, las restriegan un segundo por el contenedor central, el que cubre directamente la tumba de Jomeini, y luego las devuelven al buen tuntún.
Más allá de los proyectores, brilla un gajo de luna. Una ligera brisa comienza a refrescar el sofocante ambiente de Teherán. De la masa salen disparados hacia el túmulo funerario del imam Jomeini ramos de gladiolos, como en una plaza de toros en la que un diestro hubiera ejecutado la faena del siglo.
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