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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una nueva prueba

SÓLO UNA implacable mano de hierro -primero de la dinastía zarista, después del sistema comunista ha sido capaz de mantener aparentemente unido, a lo largo del tiempo, un inmenso imperio constituido por una heterogénea amalgama de naciones y etnias en una forzada federación jamás consensuada. Pero bajo la apariencia de normalidad existía un hervidero de tensiones, que ahora, con la perestroika, han salido a la superficie en forma de disputas económicas, raciales, culturales y políticas que enfrentan a unas regiones con otras, a unos pueblos con otros, y a muchos con el poder central de Moscú. El último episodio de esta naturaleza es el brote de violencia cuasi-tribal que ha estallado en la república asiática soviética de Uzbekistán.Uzbekistán, una rica región, cruce tradicional de caravanas y viajeros, ha sido históricamente un nudo económico de primera magnitud, por el que pasaban las rutas comerciales de Cachemira, Afganistán y Persia. El solo nombre de Samarkanda, la gran capital musulmana del Norte, la ciudad que aún conserva, ajada y en ruinas, la belleza que la hizo famosa en Oriente, evoca una civilización de enorme riqueza. Sin embargo, las mil y una noches, se convirtieron después de la II Guerra Mundial en la cueva de Alí Babá y los 40 ladrones.

En 1944, Stalin decidió desislamizar al Cáucaso y desplazar de la región a la población musulmana de Georgia. Eran 150.000 personas -los meshjetinos-, cuyo pecado capital había sido colaborar con el Ejército alemán durante la guerra. El dictador ruso los trasladó a Uzbekistán, cuyos habitantes eran en parte kazakistanos y en parte también musulmanes de origen turco y, por consiguiente, poco amigos de los islámicos caucásicos. Después de la muerte de Stalin, los meshJetinos intentaron volver a Georgia, pero el Gobierno de Moscú se lo impidió, agravando así las tensiones raciales de la región.

Por si fueran pocos sus males, Uzbekistán se convirtió pronto en lo que podría llamarse la Sicilia de la URSS: una república hecha de mafias y clanes corrompidos, que alcanzó cotas insospechadas de inmoralidad en la época de Breznev. En la memoria de todos está el reciente juicio seguido en Moscú contra el aparato comunista uzbeco; uno de los acusados era el propio yerno de Breznev.

Gorbachov, a quien no le faltan los problemas precisamente en estos días, deberá pasar por una nueva y difícil prueba. Los disturbios civiles en Uzbekistán han costado ya decenas de muertos y tienen en jaque a toda la URS S. Se tienen pocas noticias claras de lo que está sucediendo en realidad. Han aparecido armas, los cuarteles y las estaciones de policía están siendo asaltados, impera el crimen callejero. Río es descabellado pensar que una vez más las mafias y clanes estimulan los disturbios para aprovecharlos en beneficio propio. El Ejército parece incapaz de controlar la situación, y en la decisión de no dar carta blanca a las unidades especiales enviadas a Uzbekistán pesa el recuerdo de la tremenda represión que el Ejército desató en abril en la capital de Georgia, Tiflis, con un balance de decenas de muertos.

Lo cierto es que, suceda lo que suceda, no es éste el género de noticias que necesita recibir en estos momentos un presidente soviético que encuentra más dificultades de las previstas para poner en pie un nuevo edificio institucional sobre las ruinas de un sistema económico casi incapaz de dar de comer a su pueblo.

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