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Las vanguardias en el país de las cruzadas

Las vanguardias artísticas gozaron de un significado fuerte en la Europa revolucionaria de comienzos de siglo y en las culturas americanas durante e inmediatamente después de la última Gran Guerra: era el signo de una conciencia intelectual y artística abocada a un renovador compromiso social, al espíritu utópico, a la crítica de la decadencia cultural que entrañó el industrialismo, a la innovación de estilos y formas de vida. En este sentido estricto, que define lo mismo los manifiestos de Taut y de Kandinsky, la fundación de la Bauhaus y el sueño arquitectónico de Brasilia, no ha existido en la contemporánea cultura española algo parecido a las vanguardias históricas.Esta circunstancia no se debe al azar. Desde el punto de vista histórico-filosófico, las vanguardias significan un hito en el proceso de secularización de la cultura que dio comienzo a partir del humanismo y que en España contó con sagradas resistencias. Por otra parte, sus contenidos sociales, sus valores racionalistas y sus postulados utópicos constituyen otros tantos momentos de una dialéctica de la ilustración que, históricamente, no encontró un espacio apropiado en la cultura española.

Ésta, a su vez, todavía se definía explícitamente en la primera mitad de siglo como una cultura fundada en valores trascendentes. Lo utópico, lo reformador desde el punto de vista de la felicidad terrenal, la crítica, no fueron valores en uso en la España moderna, convencida por dogma del carácter redimido de este mundo, y más preocupada por los valores sustanciales de la gloria, el heroísmo, el poder y la salvación más allá, como, desde Ganivet y Unamuno, han augurado los exponentes de la ideología española.

Hoy, sin embargo, cuando ya no se distinguen precisamente por su tenor crítico, ni su carácter innovador desde un punto de vista social o lingüístico, las vanguardias internacionales llegan a España arropadas con el aura de un cierto prestigio sagrado y de una autoridad canónica. Lo que en el mundo se presencia como su nuevo sentido ambiguo y como su fin, o sea, su carácter espectacular y especulativo, su función afirmativa o su naturaleza retórica, aquí se celebra como el signo de su esplendor. Políticos, administradores de la cultura y periodistas lo confirman: la vanguardia se ha apoderado de la cultura española, es la hora del entusiasmo, España es vanguardia.

¿Significa esta nueva constelación un cambio, superficial o profundo, en la realidad cultural española? Obviamente, la simple respuesta negativa sería excesiva. Han cambiado las actitudes culturales de este país: ya no hay censores en los ministerios, sino curadores; lo castizo, desde los símbolos religiosos de las fiestas trágicas hasta los símbolos heroicos de las fiestas profanas, ha perdido el antiguo esplendor de una identidad nacional para adquirir un

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Las vanguardias en el país de las cruzadas

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más discreto significado regional; los valores internacionales de la moderna cultura medial se imponen por doquier rodeados de la más exuberante fascinación y aplauso; lo tradicional e incluso la memoria histórica son desplazados administrativa y socialmente en beneficio de una concepción, no obstante, trascendente de modernidad.

Los escenarios de España han cambiado, y sus valores, antaño trascendentes, se han convertido al espíritu y la dialéctica de las vanguardias. Con todo es preciso observar con mayor atención el nuevo significado nacional de éstas a través de algunos de sus resplandecientes rasgos: la definición de vanguardia constituye hoy, antes que un postulado intelectual y social, simple materia oficial. Para ser admitido como autor o creador de vanguardia se necesita en España un amigo ministro. Los correspondientes departamentos de la administración estatal de la cultura, sus tutelajes museísticos y sus más o menos obedientes críticos asumen sus directrices con carácter de dogma. Como tal se imponen exclusiones y prohibiciones que acercan, sin embargo, la moderna vocación de funcionario cultural a la vieja profesión del censor estatal. En los certámenes oficiales, el discurso de las vanguardias ha sustituido el lugar de viejos fines trascendentes y la función del antiguo sermón. (La más prestigiosa institución para la difusión del arte de vanguardias -Arco- no define tanto, en sus eslóganes publicitarios, una finalidad artística cuanto una secularización de cambalache de la antigua gloria de los cielos -Para el Triunfo-.) En consonancia con ello existen vicarios académicos, papas y obispos y sacristanes oficialmente investidos, jueces inquisidores y hasta secularizadas órdenes mendicantes de las vanguardias.

Un aspecto importante de las vanguardias históricas era su internacionalismo. Por tal se entendía, sin embargo, el carácter radical de las categorías estéticas y sociales de las vanguardias, sin diferencias de lenguas y fronteras políticas. El nuevo cosmopolitismo vanguardista español traiciona, en cambio, una vocación provinciana. Su consigna reza: la adopción de todos aquellos valores que sean por definición canónica extranjeros y modernos, o sea, un principio de autocolonización. Síntoma y signo de tan inteligente visión lo constituye la política cultural de instituciones museales y fundaciones artísticas estatales o bancarias. Su principio, y su explícito santo y seña, consiste en exponer, investigar, divulgar e invertir en artistas extranjeros vivos y en artistas españoles muertos. Las instituciones oficiales españolas son las que hoy mejor pagan a las vanguardias de cualquier circunscripción y calidad, y las que más olímpico desprecio muestran por aquella parte de la creatividad española que no pertenezca a los circuitos estrechos de amigos íntimos y clientes políticos.

Con todo, semejante legitimación institucional de las vanguardias resulta esclarecedora en cuanto a la evolución histórica de su concepto. Si las vanguardias se han convertido en fenómeno canónico en el país de las cruzadas es también porque ellas mismas han recuperado un primitivo carácter de ritual, de principio ejemplar y norma autoritativa. Antiguo fenómeno de ruptura revolucionaria, ellas se han convertido en fetiche del establishment. Las vanguardias fueron expresión culminante de la autonomía del arte y se muestran ahora como el testimonio de la resignación del arte a su valor de cambio y a su nueva dimensión espectacular. Hoy ya es de dominio colectivo: desde las cínicas verdades de Andy Warhol hasta el verdadero cinismo de directores anónimos de museos internacionales sabemos que las vanguardias son asuntos de las altas finanzas y de administraciones elevadas.

Cruzadas y vanguardias no constituyen hoy, por tanto, conceptos antitéticos. Con aquéllas, las vanguardias artísticas no sólo comparten un común principio militar, sino también una y la misma voluntad colonizadora de las formas de vida en nombre de sus valores ejemplares y normativos. Su signo espiritual es el de un orden trascendente de estilos y corrientes; su fundamento y principio estético objetivo, el verdadero valor de mercado; su objetivo histórico es volverse ecuménico, y su lugar social coincide con las instancias del poder administrativo. Las vanguardias han venido a expirar en el país de las cruzadas para abrazar la gloria de su transfiguración administrativa en fetiche, espectáculo y principio colonizador.

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