Los españoles y las europeas
Tan sugestivo título, lejos de referirse a los hábitos amorosos de los españoles con las turistas extranjeras, alude a la mucho más complicada relación que nuestros ciudadanos establecerán con el sistema parlamentario europeo a través de las elecciones que tendrán lugar el 15 de junio.¿Qué esperan los españoles del Parlamento Europeo a cuya elección se disponen a contribuir? ¿Qué pueden esperar de él? Este compromiso al que nos empujan las campañas institucionales, sugiriendo que todo nuestro futuro europeo depende de que cumplamos con el deber de votar, le parece al ciudadano medio un poco tirado por los pelos sobre todo porque nadie le dice realmente desde el Estado qué cosas va a resolvernos el nuevo Parlamento de Estrasburgo. Tampoco se lo explican muy claramente los candidatos, que, como es natural, parecen más interesados en resultar elegidos que en explicar lo que harán cuando hayan ocupado su flamante escaño. "Paso al centro", dicen unos; "Salimos ganando", dicen otros; "Con fuerza en Europa", nos aseguran otros más; "Europa eres tú", afirma una candidatura.
Sería muy malo que la respuesta colectiva de los españoles a todos estos eslóganes fuera un sonoro "¿por qué?". Dicho en otras palabras, si a muchos ciudadanos se les preguntara qué es lo que esperan del nuevo Parlamento Europeo, su contestación sería probablemente que nada. Y, sin embargo, debería ser todo lo contrario.
Lo que está en juego
En España, como en la mayor parte de los países de la CE, es inevitable que unos comicios para elegir un Parlamento Europeo de indefinida función se planteen antes que nada como espejo de la realidad interior del país, como termómetro de la popularidad de cada partido y de cada líder. Hace meses que se especula con las conclusiones que se verá obligado a sacar el Gobierno de Felipe González de estas elecciones. Se dice que tras ellas quedará claro cuál ha sido el desgaste del PSOE en siete años de gobierno, cuál es la fuerza del nuevo partido conservador tras el regreso de Fraga y el acceso de Oreja y cuánto chirría la bisagra de Suárez. Los comicios europeos, opinan algunos, también determinarán el anticipo o no de las elecciones legislativas en España y un nuevo mapa de alianzas políticas. Es decir, que las elecciones europeas serían, en realidad, unas nacionales anticipadas.
Todo eso está muy bien. ¿Y Europa? Porque de tanto mirarnos el ombligo se nos va a acabar olvidando el aspecto que tiene el mundo ahí fuera. Este colectivo levantamiento de hombros parece prometer una abstención bastante fuerte. Los sondeos así lo sugieren. Y encima la propaganda oficial refuerza la indiferencia, porque se dirige casi exclusivamente a un sector de la población muy específico, los jóvenes. Europa es cosa de juventud, parecen querer decirnos los líderes. Pero todos esos líderes tienen más de 50 años. Naturalmente, porque Europa es cosa de todos. No hay edad para ser europeo, y se olvida con frecuencia que la construcción que se haga de un continente unido depende de la gente madura de hoy, no de los pipiolos de mañana.
Por otra parte, en España existe una considerable confusión en torno a qué organismo se encarga de qué cosas en la Europa comunitaria, a cuánta soberanía está dispuesto cada país a renunciar, al tipo de control y de iniciativas que puede propugnar el Parlamento. En este caso concreto no se sabe muy bien -probablemente no lo saben siquiera los parlamentarios- cuál es la misión real del Parlamento de Estrasburgo. ¿Controlar a la burocracia de Bruselas o construir la Europa del futuro? Son dos cosas muy distintas, y convendría explicarlas a los votantes.
En la Europa comunitaria existe un triángulo de muy sutiles equilibrios: los Gobiernos nacionales, el aparato ejecutivo de Bruselas y el Parlamento. Cada uno de los tres elementos actúa sobre este fenómeno que llamamos unidad europea arrimando el ascua a su sardina e intentando controlar a los otros dos. No es arriesgado decir que la forma de Europa dependerá de cuál de los tres acabe ganando la pelea. Por este motivo, tiene razón Carmen Díez de Rivera, una de las candidatas socialistas, cuando dice que "la concepción de Europa va a depender de lo que votemos el día 15". La unidad europea que propugna el Parlamento, la más abierta, la que presupone mayor renuncia de soberanías nacionales, la más generosa, es la que vale realmente la pena. Claro que no es que el Parlamento tenga la exclusiva del idealismo romántico y que los burócratas de Bruselas y los Gobiernos en cada capital sean la hidra egocéntrica. El Parlamento está empezando a asomarse al protagonismo gracias a la leña que los otros dos elementos del triángulo han ido echando al proceso de la unidad europea.
Cuando se firmó el Tratado de Roma, en 1956, quedó constituida la CEE, la Europa de los mercaderes. No está mal. Es más, está muy bien. Se unían seis países que hasta apenas 10 años antes habían estado terriblemente en guerra. ¿Cómo podía exigirles nadie que unieran los corazones? Lo que podían unir eran los estómagos, un órgano al menos tan digno e igualmente necesario. La mecánica de los 33 años transcurridos ha sido espectacular: el número de socios se ha doblado, y sobre el interés ha ido naciendo la amistad. El convencimiento de que este viejo continente, tras siglos de historia en común (después de inventar el parlamentarismo, la democracia, el centímetro y las universidades), tenía al alcance del pie dar el mínimo paso preciso para constituirse en una sola entidad política. Hasta el viejo telón de acero levantado por una guerra fría que ya no existe nos ha hecho concebir la posibilidad de que Hungría se convierta en socio comunitario. Hace un mes, tal posibilidad era una entelequia más bien demente; hoy, la gente sonríe intrigada por lo que sugiere.
Los españoles nos jugamos mucho el 15 de junio. Lo que pasa es que es indispensable que alguien nos lo cuente. Acaso lo más sencillo fuera decirnos que lo que vamos a hacer en esta ocasión es elegir a unos representantes que, en la derecha o en la izquierda, van a reunirse en un Parlamento constituyente.
Unión política
La tarea de este Parlamento de Estrasburgo después de la aprobación y ratificación del Acta única, con la vista puesta en un mercado único y sin fronteras que inauguraremos todos en 1993, es poner las piedras constitucionales de la unión política de Europa. Los parlamentarios a los que elijamos el próximo 15 deben empezar a hacer el mayor ruido posible en torno a la inaplazable necesidad de la Europa unida. Ese envite es tremendo. Y, por primera vez desde 1956, totalmente ideológico y absolutamente posible.
Ese Parlamento deberá convencer a los Gobiernos nacionales y no a la Comisión de Bruselas. Porque, por mucho que instruya el presidente Delors sobre lo que debe hacer la Comisión, las decisiones políticas las tendrán que tomar las capitales, que son las que, Acta única o no, renuncian a su soberanía según se lo dicte su interés o desinterés nacional. A lo largo de los últimos años, la CE ha ido estructurando un complejo edificio de unión económica y, poco a poco, política. De forma paulatina -aunque a los historiadores del futuro se les antojará vertiginosa- ha creado o ha previsto unas instituciones económicas que empiezan a requerir urgentemente decisiones políticas que las hagan posibles. El ejemplo de la puesta en marcha de un sistema monetario europeo es ilustrativo: cuando acaben las discusiones entre socios, alcanzados los mínimos comunes denominadores, una autoridad política común va a tener que tomar las decisiones que lo hagan posible. Pues es el Parlamento Europeo de Estrasburgo el que va a tener que decidir crearlas, y son los parlamentarios de cada nación los que van a tener que constituirse en lobbies respecto de sus propios Gobiernos.
Nos jugamos mucho este 15 de junio. Y es preciso que la gente sepa que los diputados a quienes van a elegir se integrarán en un Parlamento que se reúne, por fin, para diseñar la Europa política del futuro. Eso es lo que nos jugamos en el envite. El porcentaje de abstención dará la medida del fracaso de este mensaje.
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