El calvario de las riberas
Es de todos sabido que al principio los meros rumores y, después, las primeras noticias sobre un proyecto avanzado e intransigente de una nueva ley de Costas aceleraron el martirio urbanístico y la catástrofe ecológica de amplias zonas del litoral. Docenas de municipios se precipitaron a conceder nuevas licencias, o a desempolvar las dudosas, de obras contradictorias con el propósito de la nueva legislación, y surgieron por todas partes, como epidemia de moluscos extraviados en la bajamar, urbanizaciones impensables en el filo y en las paredes de los acantilados, y en lo que se presumían futuras zonas de protección, playas y esteros hasta entonces salvajes o prudentemente habitados para las que se presumía la tutela del paisaje y de sus valores culturales. Durante la larga tramitación del proyecto de ley se multiplicó hasta el estrago el consumo del material de albañilería precisamente en las comarcas costeras que se asomaban a esos retazos del paisaje todavía en estado de naturaleza o de digna y saludable presencia. A lo largo del trámite parlamentario del proyecto desapareció una cláusula de reserva en el documento legal que hubiera impedido la legalización de obras contrarias a su espíritu y a su letra hábilmente autorizadas durante el año en que se había de cumplir su promulgación. También proliferaron puertecillos deportivos y bases náuticas para juguetería de la mar y cacharrería de los entretenimientos navales de media jornada, a veces vestidos de una teatralidad de homenaje al pintoresquismo extinguido y siempre situados en los lugares más estratégicos para provocar la destitución ecológica de amplias playas y ancones.Todo el mundo sabía que la ley llegaba in extremis, en los últimos cuartos de hora de las posibilidades de salvación de una ya muy pequeña parte de las costas españolas, y por fortuna la redacción y el debate no duraron tanto como para que ese tirón de brutal aprovechamiento urbanístico y a veces industrial devorase la mayor parte de lo aún reverenciable. La ley está ahora en su primer año de vigencia plena y a punto de ser doblada por un reglamento, y con la salvedad de algunas cuestiones competenciales sobre las que ha de pronunciarse el Tribunal Constitucional, comienza a practicarse con cierta soltura pese al disgusto de algunos.
No se puede saber aún qué ocurrirá a la larga con tantos desaguisados ecológicos y estéticos, jurídicos y sanitarios, y tantos atentados a la calidad y a la dignidad de la convivencia de tantos años atrás y de las astucias de última hora, pero aunque la fiebre especulativa sobre la franja del litoral superpoblado y vacío no sólo no ha cesado, sino más bien lo contrario, un cierto respeto a la ley parece hacerse sitio en la opinión, y la barbarie parece haber oído consejos de relativa prudencia. Es de notar que, en medio de tantos intereses enardecidos y de ciertas irritaciones competenciales, generalmente nominalísticas, la ley se aplica más bien con lentitud y también con prudencia en sus aspectos ejecutivos, y que pocos de entre los que han debido asumir responsabilidades en la cuestión, salvo tal vez sus inspiradores y autores, parece haberla entendido completamente a pesar de su transparencia. Los paseantes en costa, que ahora somos gran mayoría de la población, pasean entre temores. Cada uno espía de mes en mes la supervivencia del magro bosquecillo al borde de la arena que no habría de ser talado, o el estado de los escasos testimonios del pasado, de los que ya ha oído decir que pueden ser declarados oportunamente en ruinas y borrados por la homologación o, lo que es peor, por un proyecto muy moderno. Porque no sólo es cuestión de la persistencia de la brutalidad urbanística, sino de una destitución consciente del paisaje y de todas sus lecturas amenas y culturales.
Se ha tratado hasta ahora y a lo largo de un período sin matices del arrasamiento general de las culturas litorales en beneficio de la instauración de una vulgaridad en apariencia regocijante y rentable para todos, algo que, como en casi todas las catástrofes de los caracteres y los signos, alcanza poco a poco a la dignidad y, por supuesto, a la tradición de sí mismos de los nacidos y criados en esos territorios de privilegio que siguen siendo, quizá por los beneficios de sus climas o por la mera presencia del mar y de sus orillas sacralizadas, singulares y prometidos a la admiración y al gozo, como algún día lo fueron al valor, al trabajo, a la orgullosa diferencia y a la tradición de lenguajes y comportamientos verdaderamente extraordinarios.
Pero volvamos al paisaje. No se trata tan sólo de martirio urbanístico, de playas asesinadas por pantallas de edificios altísimos y torpes o vaciadas por la succión de puertecillos imposibles con niños jugando a lo tonto en las bocanas, ni de urbanizaciones diseñadas, con verdadera intención, como un elogio de la fealdad y del peor gusto. Hay aprovechamientos aún más miserables. Últimamente, en una amplia zona del Levante mediterráneo, se han visto surgir de repente, a lo largo de kilómetros, postes y postes coronados por cartelones publicitarios. Es un largo calvario lineal, centenares de cruces en hilera, en mitad del arenal y en la plenitud de la zona del estricto dominio marítimo terrestre. Cruces en forma de tau con los brazos ligeramente empinados, tal vez de hierro o de un metal corroíble que, según parece, han de ser duchas públicas que desaguarán directamente sobre la escasa y reclamada arena, tan preciada en principio, a la que enriquecerán con orines, detergentes, óleos y exóticas miasmas. Tales duchas, alimentadas con las aguas de los sedientos municipios, son tan sólo el soporte de grandes vallas publicitarias que ya las coronan en salpicadas muestras y que las coronarán todas, encastadas en unos cuernos de insecto que a las que aún están vacías visten de símbolos infernales.
En algunos lugares, los súbitos temporales del equinoccio ya han lamido esas; horcas publicitarias y las han teñido de óxido indignado. La publicidad es castigo necesario, coste inevitable de la prosperidad y el consumo felicitario, a veces inevitable vecina de los espacios íntimos o reverenciados, pero hasta ahora nunca había invadido masivamente el paisaje litoral. No sé qué reflexiones locales la mantenían apartada o simplemente desaconsejada desde antes de la promulgación de la nueva ley de Costas. Pero lo cierto es que era evitada, y muchos ayuntamientos costaneros retiraron paneles informativos no ya del estricto dominio, sino de los paseos marítimos invadidos por terrazas de cafés y regidos por normas más permisivas. Ahora la publicidad está expresamente prohibida por la nueva ley (artículo 25. 1,f: "La publicidad a través de carteles o vallas o por medios acústicos o audiovisuales") en todo el territorio de protección, donde tampoco se pueden erigir obras fijas como esas duchas contaminantes, pero, como se ve, aparecen no en éste, sino en el estricto dominio, quién sabe con qué indulgencias o dispensas.
Puede imaginar el lector con cuánto disgusto tropieza el paseante en playa, pisando sus mármoles molidos, con las engañosas llamadas a la felicidad de receta que son la mayoría de esos cartelones con fotografías de personajes que se defienden contra el sol que buscan con productos más bien sólo onomásticos y en posturas mimosas e inocentes. Y que levanta la vista y los ve propagarse como un calvario de mensajes crucificados todo a lo largo de ese arenal empobrecido que recorre a diario o con tanta frecuencia para pensar en las cosas de la vida. Parece que han pinchado las barbas del viejo Poseidón que, en lugar de sacudir amablemente la tierra, quedará así condenado a murmurar estupideces.
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