El gusto del secreto
DE TODAS las manías que la práctica del poder genera entre quienes lo ostentan, la de ejercerlo lo más ocultamente posible a la mirada de las gentes es pare ja a la de su irresistible deseo de dar publicidad a las más huecas y ostentosas de sus manifestaciones. Esta enfermiza inclinación, que es consustancial al poder dictatorial, sólo puede ser neutralizada en la democracia con el eficaz funcionamiento de los mecanismos de control institucionales y sociales que caracterizan a este sistema político. Los actuales gobernantes no han sido una excepción a esta regla; al contrario, han demostrado un exarcerbado gusto por el secreto y han echado mano de todos los mecanismos legales y de las más variadas prácticas de ocultamiento para mantener en la más espesa penumbra informativa lo que se debate o se decide en los despachos oficiales y en las reuniones ministeriales. Entre 1978 y 1982, los Gobiernos democráticos de la época no consideraron conveniente clasificar como secreto o reservado ninguno de los asuntos que pasaron por sus manos. Desde entonces acá se calcula que entre un mínimo de 71 asuntos y un máximo de 400 (la falta de transparencia oficial es tal que es muy dificil conocer su número exacto) tienen esa consideración, hurtándose al conocimiento no sólo de la opinión pública, sino de la propia institución parlamentaria. A ello hay que añadir aquellas otras cuestiones, innumerables, de carácter administrativo o político, que quedan celosamente escondidas por decisión arbitraria del gobernante o a causa del agudizado sentido patrimonial del funcionario de turno. Parece como si los gobernantes actuales y la corte de burócratas que los rodea hayan tomado al pie de la letra el adagio beréber de que el secreto forma parte de la sangre y, si lo dejas escapar, morirás. No se explica de otra manera, por ejemplo, la propensión de Defensa a convertir en secreto todo lo que toca, incluso lo no clasificado legalmente como tal, como es el caso de los sueldos militares, o las dificultades gubernamentales puestas en su día a los grupos parlamentarios interesados en conocer el número exacto de personas a las que se aplicó la legislación antiterrorista, o el método de elaboración del índice de precios al consumo.
Al empecinamiento del Gobierno de reservar para uso propio las encuestas del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) sobre la intención de voto de los españoles hay que añadir en los últimos tiempos decisiones no menos polémicas y arbitrarias, como declarar secreto oficial la expropiación de Anchuras y el precio de los aviones comprados para uso del Rey y del jefe de Gobierno. Lo primero tiene todos los rasgos del abuso de poder y lo segundo es una muestra de lo que es posible con la vigente ley de secretos oficiales de 1968, parcialmente reformada en octubre de 1978, preconstitucional en el tiempo y dudosamente constitucional en su contenido, a la que los jueces que se han avenido a dar por cerrada la investigación del posible uso de fondos reservados en los crímenes de los GAL han invocado como ley fundamental ante la que la propia Constitución debe ceder.
No es de ningún modo temerarío pensar que una legislación como la de secretos oficiales, que no establece criterios precisos para la clasificación de los asuntos, pueda encubrir muchas veces, bajo la apelación a la seguridad y defensa del Estado, situaciones de privilegio, actuaciones irregulares o delictivas o simplemente decisiones arbitrarias de responsables políticos o de grupos de funcionarios. De tal modo que en el caso de Anchuras siempre quedará la duda de si su clasificación como secreto persigue también dificultar la defensa legal de los afectados y, en el caso de la compra de los aviones, si no se pretende igualmente ocultar indicios de ineptitud o de corrupción. La transparencia informativa es uno de los valores que deberían distinguir más nítidamente el comportamiento democrático del autoritario. El área de secreto por razón de Estado no es un saco sin fondo donde todo interés oscuro, arbitrariedad o simples manías de quienes gobiernan puedan tener cabida.
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