Apestados
Hace siglos todo era más fácil. Se cogía a los leprosos y se les colgaba un cascabel para que la gente se apartara. Eso era cuando España creía vivir en un permanente siglo de oro y aún no había conseguido salir de su propia selva. En este país existe una tendencia histórica a echar el polvo bajo las alfombras y algún día alguien tendrá que descubrir el eslabón perdido entre los españoles y los avestruces, ese extraño animal de plumas hinchadas y pechuga adusta que cuando pasa algo no duda en sumergir su cabeza en la nada de la tierra. Con el tiempo la política del cascabel se ha demostrado insuficiente. Ahora de lo que se trata es de construir un establecimiento psiquiátrico, abrir un ambulatorio para el tratamiento contra el SIDA o habilitar una granja para la recuperación de toxicómanos. Pero en la inmensa mayoría de los casos los vecinos de esos posibles establecimientos se dan a la pancarta y al manifiesto y estampan firmas contra los apestados con el mismo miedo con que hace siglos les lanzaban piedras. Las grandes contradicciones del género no se producen en los grandes foros internacionales sino en esas microsociedades de algún barrio o de pequeñas colectividades rurales, donde la generosidad y el progreso de la especie choca contra un pasado de insolidaridad y ombliguismo.
Esos cuerpos habitados por la muerte, esas voluntades frágiles que intentan desmontarse del caballo, son las nuevas almas en pena de nuestra civilización de pisochalé adosado. Su destino pende de esas paranoias asilvestradas que nunca les tolerarán en su reducto aséptico. Tal vez será que siempre necesitaremos apestados lejanos para que enaltezcan nuestra afortunada condición de sanos apologetas del triunfo. En esos rechazos colectivos a la integración del raro se intuye un nuevo mundo de burbujas, una constelación de taifas con cerrojo donde se glorifica al individuo y se desprecia al hombre. Continuamos poniendo cascabeles y lloramos sus muertes a condición -¡faltaría más!- que no se nos mueran encima.
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