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Inmunidades del poder

Considera el autor del artículo que los años transcurridos en España desde 'la consolidación de la democracia han servido para confirmar la evidencia de que la virtualidad democrática del poder requiere la permanente verificación de su calidad real. Por último, no duda en calificar de suicida la prestación de apoyo a cualquier atenuación de los mecanismos de control democrático.

Hace ya bastantes años que un ilustre administrativista publicó un opúsculo cuyo título haría justamente: fortuna: La lucha contra las inmunidades del poder. La fórmula, más allá de su filiación básicamente jurídica, era expresión de muchos anhelos latentes, de la frustración de buena parte de una sociedad civil arrinconada por la embestida de -un aparato estatal con escasas limitaciones a su intervención.El retorno a la democracia, pero sobre todo el triunfo electoral socialista, hicieron fluir la idea de la inutilidad ya de ciertos controles sobre el ejercicio del poder, una vez acreditado éste por la legitimidad de su origen y la normalización de su ejercicio. Idea recurrente con cierta fortuna en medios no sólo políticos, sino incluso académicos. Y no necesariamente desde actitudes más o menos pragmáticas referibles en última instancia al ámbito del servicio del príncipe, sino también desde posiciones desinteresadas encuadrables en el puro discurso teórico.

Pues bien, no cabe duda de que los años transcurridos en democracia, si por una parte -parte no desdeñable- han podido restar urgencia y dramatismo al imperativo contenido en aquel título, por otra han servido para confirmar la evidencia de que la virtualidad democrática del poder requiere no sólo la garantía de origen, sino la permanente verificación de su calidad real, que sólo puede operar, valga la expresión, acto por acto. La democracia en este caso no es tanto una condición ontológica definitivamente adquirida como el atributo bien ganado de una determinada forma de hacer. Y en tal sentido, la efectividad de la democracia radica, sobre todo, en la elección y el modo de uso de los medios. Podría decirse que ese es su momento de la verdad. Por eso, y no es ninguna paradoja, liberar a una acción de gobierno a modo de reconocimiento de su extracción democrática de alguna forma de control sería, más que un acto de respaldo o de confianza, un triste favor, puesto que llevaría implícita la eliminación de lo que tiene el valor de seña de identidad fundamental de aquel carácter.

Por otro lado, bastará una pequeña experiencia de la dimensión empírica del poder para tener claro que el mismo -quienes lo ejercen- casi podría decirse que por definición, se encargan ya con suficiente eficacia de situar una parte importante de los verdaderos centros de decisión fuera del alcance de los recursos formales de fiscalización previstos por el ordenamiento. Creo que no es precisamente una tarea ciudadana estimular o dar facilidades a esa dinámica evasiva de la sumisión a responsabilidad.

Lo expuesto, que podría venir siempre a cuento, cobra especial valor a la vista de tomas de postura, como la recientísima del fiscal en materia de investigación de los fondos reservados, que es un motivo más para alentar la reflexión crítica sobre el tema que nos ocupa y sobre el particular estatuto de la institución, en vía además de ampliar su incidencia en lo jurisdiccional.

La demagogia de los hechos

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En efecto, esa instancia, aunque tiene encomendada la función de velar por el respeto de la legalidad en todas las direcciones, como el jurista de Jellinek cierra un ojo cuando aquel compromiso le impulsa en un sentido políticamente comprometedor.

Dentro de aquel-mismo asunto, otro ilustre profesor y jurista estigmatizaba recientemente de demagógica alguna utilización de otra actuación muy contestada del ministerio público, sospechosamente reconvertido al favor libertatis en forma de la que no suelen beneficiarse los imputados convencionales. Quizá podría preguntarse si, dejando al margen la eventualidad de la siempre respetable opción apologética, existe algún otro uso posible de comportamientos, como aquel del fiscal. Hay casos, y ése era uno de ellos, en los que lo que pueda haber de demagogia está en los hechos y fluye por sí mismo de la exposición más desapasionada.

La altura del tiempo en que nos encontramos presta base bastante para concluir que, por experiencias de gobierno democrático, ajenas, pero afortunadamente ya también propias, se sabe que pertenece a la propia esencia del poder en la variada gama de sus diversas formas de ejercicio la aspiración a un cierto grado de clandestinidad. Es como una especificación de su mismo código genético, en la medida en que puede rastrearse en cualquiera de las vicisitudes históricas y actuales conocidas.

A veces puede llegar a adquirir proporciones macroscópicas de perversión. Ahí están casos como el de la Logia P2 o el Irangate para demostrarlo; y a escala más doméstica, el caso de la juez Huerta o el de la llamada mafia policial. Ahora bien, la cotidianidad del ejecutivo y de cualquier administración pública puede darnos pruebas sin número de incidencias menores, incluso consideradas fisiológicas, de ese recusable fenómeno, con el que parece ineludible tener que convivir, pero nada conveniente resignarse. Más todavía, a la vista de que también en el plano jurisdiccional caben opciones como la acogida por la Audiencia Nacional hace unos días en un auto lamentable. Esta resolución, tan reñida con la razón jurídica como teñida de objetiva identificación con la oportunidad de gobierno, con la Razón de Estado, pone ejemplarmente de relieve que las posibilidades de control institucional del ejercicio, precisamente de las atribuciones mas peligrosas de poder, pueden llegar a ser bastante limitadas. En ocasiones, irrisorias, en particular una vez elevada la seguridad del Estado a la categoría de nuevo y terrible derecho fundamental. Esto, traducido a la lógica implacable de los desagües, bien podría suponer licencia para todo.

Por ello, sería sinceramente suicida en términos de civilidad y de calidad de vida política prestar apoyo a cualquier atenuación de los mecanismos de control democrático. Pensar que ha pasado el tiempo de la lucha contra las inmunidades del poder.

Perfecto Andrés Ibañez es magistrado.

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