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ANTONIO ELORZA Una evocación involuntaria

Antonio Elorza

Así que fue una cruzada. Por las declaraciones de Octavio Paz y el libro sobre el franquismo de Stanley Payne sabíamos ya que la guerra tuvo el mejor de los finales posibles, puesto que de su resultado salió a la larga el happy end de la monarquía constitucional, y, en cambio, del contenido democrático de la República no había que fiarse: bajo la costra del Frente Popular se agazapaba el totalitarismo comunista.Más allá de su pasión romántica por Antonio Machado, nuestras esferas gubernamentales debían abrigar las mismas ideas, según el uso que hicieron aun hace pocos meses de la imagen de la clase obrera en la República a modo de espantajo arcaizante con el que se trataba de conjurar el 14-D. Nada parecido, pues, al papel que a las resistencias antifascistas se asigna en la tradición democrática de países vecinos. Aquí prevalece el criterio de la conservación del orden, y para eso desde luego nada mejor que el recuerdo de la monarquía absoluta. En este cuadro tan poco propicio para el legado de la España republicana y popular llega Santos Juliá y a la sombra del 1 de abril explica su nuevo apunte interpretativo de la guerra civil como guerra de religión. Y el régimen de Franco asume el papel simbólico: fue el ángel exterminador. La propuesta bien merece un comentario.

El vocabulario empleado es en este caso tanto o más significativo que la línea argumental. Advirtamos que Franco se muestra en este punto más laico respecto a la propia obra que Santos Juliá: en sus palabras, lo que se propone hacer desde finales de 1935 es una operación quirúrgica que extirpe por la violencia a la izquierda del país. La historia sagrada vendrá luego, como ropaje; pero en el ensayo de Santos Juliá ésta es el eje de la explicación, y aunque se marquen las distancias y lo de exterminador suene a terrible, no deja de encerrar un respeto y un realce que contrastan claramente con el discurso vejatorio en que queda atrapada la izquierda obrera. De paso recuperamos por la puerta trasera la mencionada idea de cruzada. Según Juliá, la guerra civil habría sido la última de las guerras de religión sufridas por España desde principios del XIX. El origen de nuestra enfermedad histórica era interno, y por eso no hay que cargarles la culpa de su persistencia a las democracias occidentales que nada hicieron a partir de 1945 por derribar la dictadura. Sobre el telón de fondo del atraso, sería el cáncer profundo de las guerras de religión y de patria lo que nos trajo al innominado franquismo, y por eso el remedio tuvo también que venir de dentro. "Spain was different", explica, y si en el resto de Europa el dilema era democracia o fascismo, aquí nos movíamos en terrenos marcados por la sacralización y el arcaísmo. Sólo cuando los hijos de los vencedores comprendieron las razones de los vencidos se abrió la fractura salvadora en que pereció el nacionalcatolicismo, siendo el Tarancón al paredón el anuncio simbólico de la nueva era.

Tal vez pueda encontrarse una explicación sectorial en clave de la reconversión de la mentalidad religiosa al progresismo para el enfoque de Santos Juliá. El inconveniente es que a fuerza de reducciones y de hallazgos nos lleva a reencontrar los viejos clichés reaccionarios que en su día sirvieron para justificar la sublevación militar. Una cosa es admitir el peso del atraso económico en un país periférico del capitalismo europeo, y en ese marco el papel de la Iglesia, y otra reducir la confrontación social y política de los años treinta al cuadro arcaico de una contienda religiosa. Para empezar, las guerras carlistas no fueron ya guerras de Migión. Aunque tanto a los sucesivos don Carlos como a Franco el factor religioso les fuera de máxima utilidad. Dar por bueno sin más ese dato de la centralidad de la religión equivale a situarse de puntillas dentro del espacio discursivo de los alzados. Gracias a ello es trazada una divisoria respecto al conflicto que por las mismas fechas enfrenta en Europa a democracia y totalitarismo, con lo cual nuestros derechistas, militares reaccionarios o falangistas, acaban arropados bajo la capa de la religión y son liberados del sistema de causas materiales que realmente motivó su sublevación. Porque, conviene recordarlo, la guerra surge por la respuesta popular al golpe encabezado por militares como Franco o Mola, quienes hunden la legalidad democrática en nombre del conglomerado de intereses sociales apartados del poder en abril de 1931. No era el primer intento.

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Como antes advertíamos, las palabras claves son más significativas en este: caso que los argumentos. El innominado Franco deviene sujeto explicado por un proceso histórico, elevado a la categoría de ángel exterminador, en el poli) opuesto, y salvando la excepción del juicioso Azaña, agente: de legitimación para el emisor, se encuentran esos obreros de alpargatas, quienes intentaron protagonizar, sin atreverse a mirarla, "una anacrónica, dicen que romántica, revolución social". Son los mismos que en otro artículo próxima, del autor anticipan con su huelga general la inevitable derrota, al enfrentarse a "los ruidos (sic) de la sublevación militar contra la República". Ni que decir tiene que a cada cual le correspondió su suerte y que la de los trabajadores opuestos a Franco fue la de convertirse en blanco de la represión y en museo de ruinas. Les tocó sufrir los procedimientos ensayados con ocasión de "las conquistas del desierto": aquí la figura retórica nos arranca incluso del ámbito geográfico en que se movió la guerra brutal del Rif, y el comportamiento de los africanistas recupera un aura de nobleza.

El problema es que los franquistas, mucho antes del Tarancón al paredón, comenzaron en los hechos, y no en los gritos, a fusilar a aquellos curas o católicos como los nacionalistas vascos que se oponían a su pronunciamiento. Que la sublevación militar la montaron generales, y no obispos, invocándose incluso en el caso del propio Franco la tríada clásica de principios revolucionarios (fraternidad, libertad, igualdad), y utilizándose luego la cruzada para legitimar la insurrección, es decir, que una cosa es admitir, con Montero Gibert, que la Iglesia fue el principal agente de cohesión contrarrevolucionaria, y otra bien distinta trasponer el conflicto de clases al terreno religioso. Que desde la ideología a la técnica militar se entrecruzaron el arcaismo y la modernidad. Que en las filas republicanas no sólo contaron las sindicales, sino también partidos obreros y otros grupos democráticos, fundamentalmente nacionalistas. Y que basta una consulta somera de las fuentes diplomáticas para apreciar el peso del factor exterior en la victoria y en el mantenimiento del franquismo cuando, tras 1945, el Foreign. Office optó por la estabilidad de la dictadura española frente a una posible deriva hacia la izquierda. Según el criterio, enunciado por un diplomático inglés durante la guerra, de que la victoria de Franco sería muy negativa para el pueblo español, pero la de la República lo sería para los intereses británicos.

No se trata, pues, de mitificar la guerra, pero tampoco de aceptar sin más el vertido del viejo vino de su interpretación como conflicto de tipo religioso, arcaico, en los odres nuevos de la historia social. Hubo una compleja pero definida distribución de papeles y de actitudes, con intervención de factores internos y exteriores, y la inserción de nuestra guerra en el marco de los conflictos antifascistas no puede ser marginada.

Fue la interrupción violenta de un proceso de modernización social y político en el cuadro de la crisis europea de los años treinta, no una versión siglo XX de la lucha agustiniana de las dos ciudades. De modo que, puestos a buscar un título de Buñuel, en vez de El ángel exterminador, elegiríamos Los olvidados.

(Una vez escritas las anteriores líneas, esta impresión se vio confirmada por la versión de la efeméride en el Informe semanal de TVE, del cual, por cierto, mi testimonio grabado fue suprimido en su totalidad. La guerra habría sido una tragedia específica de los españoles, una locura que nunca debiera repetirse -lo cual equivale a suponer que no había que resistir a la insurrección militar- y trauma superado, por fortuna, en las nuevas generaciones. Los ingredientes son claros: equidistancia entre los bandos, satanización de la guerra en general, sentimientos de culpa; luego conformidad con el presente.

Como sentenció un veterano publicista, la guerra la perdieron todos. Lo que es radicalmente falso. Claro que por esta línea no cabe esperar sino una conciencia democrática débil, expuesta, por consiguiente, a las recaídas derechistas en caso de crisis, como acaba de suceder en Francia o Alemania. Porque los tutores de nuestro sistema de información se niegan a asumir que los demócratas de hoy somos herederos no del despotismo ilustrado, sino de los protagonistas de la democratización frustrada en los años treinta, de figuras como Manuel Azaña o Juan Peiró, de los traba adores que confusa y heroicamente resistieron al golpe militar, y cuyos sucesores siguieron luchando por la democracia hasta la muerte de Franco. Del mismo modo que los conspiradores del 23-F enlazaban de modo directo con los antaño sublevados. Una cosa es la reconciliación y otra el adanismo, la renuncia o la eliminación deliberada de la memoria histórica.)

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