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Ante los juicios por aborto de Sevilla

Cuando la sociedad somete a juicio a unas personas por haber realizado interrupciones de embarazo mantiene una concepción mecanicista del origen de la persona humana, niega la capacidad de juicio ético en la mujer, se revuelca en una concepción negativa de la sexualidad, adopta una actitud potencialmente totalitaria respecto de la procreación y se entrega a un bochornoso ejercicio de hipocresía social. Antes ha marcado el lenguaje hablando de aborto, como si alguien desease por sí mismo el resultado de expulsión del feto, como si alguien desease por sí misma la agresión al cuerpo de la mujer que toda interrupción del embarazo comporta.El feto es vida, y en cierto modo vida humana. Pero no es una vida, no es una persona. Para afirmar lo contrario hay que tener en muy poca estima los valores de independencia y libertad constitutivos del ser humano. Sólo desde una concepción mecanicista que además personifica el óvulo y el espermatozoide como si de mamá y papá se tratase, se puede personificar un feto que es funcionalmente parte del cuerpo de la madre. Existe una persona sólo desde el momento en que se separa de la madre y empieza la dura lucha por su libertad.

Esta opinión puede no ser compartida. Por eso la decisión de interrumpir el embarazo no puede, no debe ser nunca obligatoria. Se agradecería a quienes creen que el feto es una persona que no obligasen a los demás a compartir su idea.

Se va aceptando que la mujer trabaje fuera de casa, que tenga su sexualidad, que sea ministra, pero no está claro que se le reconozca la totalidad de capacidad de juicio. Paradójicamente, se exalta su capacidad maternal y se le niega la posibilidad de decidir sobre esa maternidad, única, privativa de ella. Sigue siendo vista como una niña a la que no se puede dejar sola ante la decisión y se le prohíbe interrumpir el embarazo o se le autoriza sólo en determinados casos. Se contempla su eventual debilidad, pero no su fortaleza y la serenidad de juicio que pueden llevarle a renunciar a la maternidad en un momento concreto o como opción de vida. Se percibe a la mujer como el último eslabón, ciego y mecánico, de una cadena iniciada al resultar fecundado un óvulo. No es difiícil percibir la huella de la vieja distinción entre hombre/cultura y mujer/ naturaleza. No basta con compadecerse de una mujer embarazada angustiada. Hay que proclamar que la decisión de interrumpir el embarazo puede ser una alta decisión ética.

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Quizá lo único gratuito que encuentra el ser humano es la posibilidad del placer sexual. En el inconsciente cultural flota la idea todavía de que la sexualidad se paga con la desgracia, con la enfermedad venérea o con los sacrificios de la maternidad. Paga quien disfruta y paga quien no disfruta, porque la sexualidad se ve como una mancha. Ante las violaciones la sociedad se comporta como si lo que estuvo mal fue el deseo y no la violencia o coacción, y como si hubiera quedado alguna contaminación en la víctima. No es el sexo, sino la destrucción del sexo libre y placentero lo que debe ser castigado. Y castigar con la continuidad del embarazo es convertir al hijo en condena o penitencia, a menudo para el mismo hijo.

El Estado debe procurar las máximas facilidades para tener hijos y para no tenerlos, pero no regular la procreación de los súbditos. Al prohibir la interrupción libre del embarazo el Estado se inmiscuye odiosamente en la vida privada de las personas. Y no deja de resultar pintoresco que quienes ponen el grito en el cielo cuando el Estado interviene en la economía (excepto para subvencionarles) vean con buenos ojos las maniobras natalistas destinadas a procurarse ejércitos numerosos y mano de obra abundante. Función del Estado es mantener la información y los medios para que los ciudadanos planifiquen su descendencia y apoyar al máximo a las personas efectivamente nacidas. Resulta sangrante considerar que la acción estatal se centra en conseguir que el feto llegue a ser persona para abandonar a esa persona a los azares socioeconómicos de su cuna.

Nos encontramos ante una situación típica de doble moral, en la que la clase dominante no resulta nunca juzgada, pues resuelve sus interrupciones de embarazo con discreción y garantías, de modo que son las demás las que no pueden abortar. Al servicio de esta hipocresía se vienen arbitrando un sinfín de paradojas y tremendismos: se exalta la pareja, pero se le impide que goce sin temor a hijos no deseados, se habla del feto como si fuese un tierno niño (casi nunca niña) o un ingeniero de caminos útil para la patria, se ofrecen adopciones y ayudas de boquilla, se insulta a profesionales de la medicina, se siembra un sentimiento de culpabilidad que contrasta con la impunidad moral de traficantes de armas y especuladores con el pan ajeno. Los sectores reaccionarios han encontrado la norma ética perfecta: aquella cuyo improbable cumplimiento deja a miles de mujeres en manos de la extorsión ideológica.

Ante un juicio contra la mujer, contra la solidaridad y contra la libertad o la tranquilidad de amar, resulta obvio, como suelen señalar Cristina Almeida y Vázquez Montalbán, que seguimos luchando por lo obvio, por lo que debiera ser evidente. Por una sociedad donde las mujeres sean tratadas como adultas, donde el placer sexual sea un milagro más o menos frecuente del que no haya que dar cuentas a nadie y donde los hijos vengan al mundo con el deseo de sus padres bajo el brazo. Del ganado se cuentan las cabezas; de los niños, solamente las sonrisas.

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