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Lázaro y Descartes según Madrid y Marraquech

La resurrección y el cartesianismo siempre fueron valores encontrados. Sólo aquí, en el Sur, ambos poderes conviven en insólita concordia más allá de todo sueño y razón. Gracias a esta energía acumulada, pero contrabalanceada, los graves desafíos pendientes -diálogo de Estado entre España y Marruecos sobre la mutua liberación de sus legados históricos en el Rif y el derribo de las verjas constitucionales en Argel y Trípoli que secuestran todo desarrollo de las libertades- entre estos sistemas han sobrevivido a sus propios límites.Es evidente que el esplendor de resurrecciones personales como el viaje del ministro Ordóñez a Rabat (3 de febrero) tras la famosa crisis del mohín (declaraciones de Hassan II a EL PAÍS, 22 de enero), sumada al desaire alauí de octubre pasado por aquel desdén anunciado o la perspicaz autocrítica del monarca marroquí sobre el agotamiento expresivo de su régimen (Le Monde de 3 agosto), son actos de excepcionalidad extrema en Santa Cruz y Sjirat, pues el Sur es tierra donde los ministros son dioses y los dioses son único ministro.

Esta concepción del poder favoreció la intolerancia y la incoherencia en los caracteres de Estado en el Sur: ni Madrid reconoce la urgencia de una oferta generosa de sus derechos históricos en África ni Rabat asume la evidencia de poner fin a ese castigo secular sobre sus regionalidades, fundamentalmente el Rif y el país Yebala (antiguo protectorado español), que debería servir de puente dialogante entre España y Marruecos y desde ambas potencias hacia Europa y África. De similar modo y manera, la imagen bendecida por el júbilo popular tras la cumbre de Marraquech (16-17 de febrero) se propone a todo el Magreb como la 115ª sura (capítulo) del Corán. Política y religión se ofrecen en el Sur como paraísos de otro mundo: cree en mí y resucitarás. Y el ciclo recomienza sin cesar, pues tan pronto se levanta el espíritu meridional, el racionalismo inexorable de tantas suspicacias y rencillas pendientes lo vuelve a enterrar. Esta dialéctica del milagro aproxima su final.

Tras las bofetadas y espaldas vueltas del otoño e invierno, Madrid y Rabat han quedado como amigos en primavera. Así que aquí no ha pasado nada, pero todo sigue peor. Injustas acusaciones y formalismos absolutistas (Rabat) permanecen insepultos junto a silencios de carnaval (Madrid). Se ha dicho que "si hay un país que debe permanecer en la neutralidad (por el voto español en la ONU favorable a las tesis argelinas sobre negociaciones entre Hassan II y el Polisario), ese país es España, ya que conoce el pasado mejor que cualquier otro (Abc, 27 de noviembre), y se ha propuesto la amnesia como mejor política para el entendimiento entre España y Marruecos. ¿Neutralidades, amnesia? Recordemos juntos.

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Madrid ha sido desde 1953, cuando Franco se opuso frontalmente a París tras la deposición fraudulenta del que luego sería Mohamed V por su tío Muley Arafa, ese amigo tonto para usar y tirar. Aunque insincero y torpe, el Estado franquista posibilitó a Marruecos como Estado (una unión entonces Madrid-París hubiese arrastrado al país a una argelinización y colapsado la independencia por una década), mientras de rechazo hipotecaba a España con perpetuidad en África al no aplicar la misma generosidad sobre Ceuta y Melilla, renta de xenofobia y aplauso internacional que cualquier régimen marroquí puede utilizar cuando le convenga. Y cuando ese mismo protectorado -en el que se habían impulsado partidos como el Reformista de Abdeljallek Torres desde 1937 como nexo de unión con el Istiq1al de Allal el-Fassi y conformado a la zona española en santuario del nacionalismo marroquí- se convirtió en parte integrante del Marruecos alauí (abril 1956) y, esquilmado o despreciado por el poder istiqlalí, se rebeló contra él (noviembre 1958-inarzo 1959), generando una represión feroz todavía no cuantificada, Madrid permaneció impasible, dejando morir a conciencia esa débil legitimidad rifeña, fiel siempre a su honestidad histórica de un Marruecos unido y estable bajo la dinastía alauí. Madrid y Rabat se comunican por un extraño código: la palabra de Bruselas (o de París) y la audiencia alauí, medievalismo de alfiler y puntada que el monarca marroquí practica con asiduidad y rara perfección. Su norma es siempre el debate entre los elegidos, situando a los pueblos y Gobiernos al ras de la tierra bajo su dominio. Bajo esas premisas, Madrid y Rabat no se entenderán nunca. Y puede que ambas coronas sean hermanas, pero desde luego no son iguales, porque si en Rabat hay un absolutismo que funciona, en Madrid es un parlamentarismo el que gobierna. Ahora, Rabat insiste en recuperar el famoso viaje perdido y Madrid dice que bueno. ¿Para cuándo una sinceridad efectiva entre ambos Estados? La verdad es siempre madre cruel en el Sur, pero no nos está permitido renegar de su educación y parentesco si es que queremos transmitir seguridad a las generaciones posteriores.

Idéntica voluntad de coherencia debe señalar el camino del nuevo Magreb, potencia en esencia más que en presencia (extensión 12 veces la de España, 60 millones de habitantes y un PIB conjunto apenas superior a la mitad del español). Su fuerza radica en su valor como ejemplaridad sobre el universo panárabe, dominado por la resignación ante la miseria (social e institucional) y el recurso al fanatismo del fundamentalismo islámico. De aquí que un Magreb definitivamente resurrecto haga de la razón democrática su matemática vital. Para que ese descartismo se produzca es prioritaria la ayuda coordinada de las potencias de la orilla nor-mediterránea, España, Francia e Italia a la cabeza. Un Magreb absorto en su ombligo (como algunos propugnan) carece de viabilidad. Sureuropa precisa del Magreb no sólo como fábrica de brazos para el horizonte del tercer milenio, sino como soporte de su propia estabilidad sociopolítica en el deseable equilibrio mundial. Ahora, Europa lo que va a pedir son pruebas de Estado: constitucionalidad, multipartidismo, racionalidad presupuestaria, cartesianismo en suma, pues todo resucitado piensa y pide comer a la vez.

El Magreb nacido en Marraquech es un niño viejo, rebelde y desconfiado. Ya el 15 de febrero de 1947 se celebraba en El Cairo un primer congreso del Magreb árabe. Allí estaba el Parti du Peuple Algérien (PPA, embrión del futuro FLN), el Neo-Destur tunecino y una delegación nacionalista marroquí del protectorado español, consentida por Franco como aguijón contra París. Se creó entonces un Comité de Liberación de África del Norte, cuya presidencia recayó en Mohamed Abd el Krim, el verdugo de España en 1921 y casi de Francia en 1923. Los frémissements (temblores) llegaron desde el Quai d'Orsay hasta El Pardo, pasando por la casa real alauí. No había razón para tanto miedo. Con un sordo murmullo de protesta, el Magreb se encogió sobre sí mismo hasta la Carta de Tánger (30 de abril de 1958): los mismos protagonistas, sólo que unos estaban ya en lucha abierta (Argelia desde 1954) y otros estrenaban independencia (Marruecos desde 1956 y Túnez en 1957). Semanas después (17-19 de junio) tenía lugar la Promesa de Túnez, en la que Burguiba y Balafrech (ministro de Asuntos Exteriores marroquí) ratificaban un tratado de "hermandad y solidaridad". Y Burguiba proclamó solemne: "Hoy festejamos una victoria decisiva para la creación del Magreb". Treinta y un años después, un sinnúmero de uniones fallidas (Argelia con Túnez y Mauritania, Marruecos con Libia y Libia con todos), el sucesor de Burguiba, Zine Ben Alí, revelaba ante el mundo la misma fe. Y claro, el mundo, cortésmente, le creía.

Sería imperdonable, y muy peligroso para la estabilidad de esta santa alianza de regímenes nacida en Marraquech, que las montañas del Atlas hubieran sido testigos de una resurrección más. La mueca desdentada de El Glaoul se reiría obscenamente desde su caverna histórica: fragmentación, tribalismo, oscurantismo. La unidad del Magreb es palabra bendita que depende de la humildad y sinceridad de las cabezas que hoy lo guían. En esta panorámica actual donde escribir es blasfemar, faltar a esa verdad será también pecado mortal.

Se ha dicho, y sabiamente, que "Hassan II es el rey que nunca duerme, pero Madrid, sí". Convendría aclarar que si Madrid duerme es porque su sociedad, España, está despierta (contradicción suprema que permite todavía estas liberalidades diplomáticas), mientras que Marruecos como nación es quien duerme y su rey quien se encarga de vigilar ese sueño. Vivimos el tiempo en que todos, pueblos, ministros y Estados, deben reconocerse despiertos. Eso evitará muchos sobresaltos y no pocas calenturas históricas.

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