La despresurización de Occidente
Con el caso Rushdie, Jomeini parece haber iniciado una nueva era en la historia de la torna de rehenes. Lo más engorroso, como se sabe, es almacenar y conservar el rehén. Jomeini ha logrado la proeza de que la vigilancia y detención del rehén corra por cuenta de las propias fuerzas occidentales. Y a través de Rustidie ha culminado su hazaña consiguiendo que Occidente, en su conjunto, sea rehén de sí mismo. Este espectacular perfeccionamiento de la toma de rehenes la convierte en una estrategia mundial, capaz de echar por tierra todas las relaciones de fuerza por la simple acción de la palabra.En vez de contar todas esas pamplinas sobre la barbarie medieval del ayatolá y esperar que todo desaparezca milagrosamente con su muerte, sería preferible interrogarse sobre en qué consiste el poderío simbólico la eficacia simbólica y demoniaca de tal gesto.
Enfrentado al mundo entero, tras una guerra agotadora y con una correlación de fuerzas política, militar y económicamente del todo negativa, el ayatolá dispone de una única arma ínfima e inmaterial, pero que no está lejos de ser el arma absoluta: el principio del mal. Postura de negación absoluta de los valores occidentales de progreso, de racionalidad, de moral política, de democracia, etcétera. Ayer, el consenso universal sobre todas estas buenas cosas le confería toda la energía del mal, toda la energía satánica del réprobo, el destello de la parte maldita. Hoy sólo él tiene la palabra, porque sólo él asume contra todos la postura maniquea del principio del mal, sólo él asume el decidir qué es el mal y exorcizarlo, sólo él acepta encarnarlo mediante el terror.Aquello que lo determina resulta ininteligible para nosotros, y de nada sirve glosar las disensiones internas del islam. Por el contrario, lo que podemos constatar es la superioridad que esto le da sobre un Occidente donde ya no existe en parte alguna la posibilidad de identificar el mal, donde la menor crítica, la menor negatividad radical, se encuentra asfixiada por el consenso virtual sobre todos los valores de negociación y de reconciliación. Incluso nuestros poderes políticos no son más que la sombra de su función, que consiste, entre otras, en designar el otro, el enemigo, el envite, la amenaza, el mal. El poder sólo existe en tanto tenga ese poder simbólico. Hoy ya no lo tiene y, respectivaniente, tampoco existe ya oposición que pueda o que quiera señalar al poder como mal.
Nos henos vuelto muy débiles en energía satánica, irónica, polémiza, antagónica; nos hemos convertido en sociedades fanáticamente blandas o blandamente fanáticas.
A fuerza de perseguir en nosotros la parte maldita y de no dejar resplandecer más que los valores positivos, nos hemos vuelo dramáticamente vulnerables al menor ataque viral, como el del ayatolá, quien, por cierto no se encuentra en estado de eficiencia inmunitaria. Para, oponémosle sólo contamos con los derechos humanos, flaco recurso y que, de todos modos, forma parte de la deficiencia inmunitaria de la política. Ya además, en nombre de los derechos humanos, terminamos por tratar al propio ayatolá de "mal absoluto" (Mitterrand), es decir, por identificarnos con su imprecación irracional en total contadicción con las reglas de un discurso lúcido (¿acaso tratamos hoy de loco a un loco?). Ni siquiera se trata a un minusválido de minusválido, tal es el miedo que le tenemos al mal; de este modo nos llenamos la boca de eufemismos para evitar nombrar al otro lo irreductible.
No los asombremos de que alguien capaz de hablar literal, triunfalmente, el lenguaje del mal, desencadene semejante acceso de debilidad en las culturas occidentales, pese a las peticiones de intelectuales del mundo entero. Es que toda la igualdad, la legalidad, la buena conciencia humanitaria, la razón misma, queda abolida ante la imprecación, queda totalmente fascinada por ella y se convierte en cómplice, a la par que todos los medios de comunicación del mundo. No puede hacer otra cosa que movilizar todos sus recursos le estigmatiz ación, de satanización, pero al mismo tiempo cae en idéntico lenguaje, cae en a trampa del principio del mal que es esencialmente contagioso. ¿Quién ha ganado? El ayaatlá, por supuesto. Simbólicam mte, es cierto que seguimos con el poder de destruirlo, pero simbólicamente es él quien ha ganado, y el poderío simbólico es siempre superior al de las armas y el dinero; nuestro idealismo moderno debió enseñárnoslo. De alguna manera es la revancha del otro mundo. El Tercer Mundo jamás había logrado plantear un verdadero desafío a Occidente. Y la URSS, que durante algunos deceníos encarnó para Occidente el principio del mal, se ubica manifiesta y suavemente del lado del bien, haciendo gala de una gestión más que moderada respecto de los asuntos mundiales. Incluso es ella, maravillosa ironía, la que hoy se propone como mediadora entre Occidente y el Satán de Tcherán. Efectivamente, su experiencia la señala como la indicada, después de haber defendido durante cinco años, casi sin que nos diéramos cuenta, los valores occidentales en Afganistán. Al menos algunos comentaristas reconocieron, con amargura, que la sentencia de Jomeíni, por fuerza del anatema, había otorgado al libro un valor fantástico del que carecía. Es reconocer el desamparo en que cayó entre nosotros la cosa política.
El efecto de fascinación -de atracción y de repulsión mundiales- desatado por el veredicto de muerte del ayatolá contra Rushdie es en todo similar a ese fenómeno de despresurización brutal de una cabina de avión cuando se produce una brecha o una fractura en el fuselaje (aun cuando es accidental, parece un acto terrorista). Todo es violentamente aspirado hacia el exterior, hacia el vacío, en función de la diferencia de presiones entre ambos espacios. Basta con practicar una brecha, un agujero, en la película ultrafina que separa los dos mundos. El terrorismo, la toma de rehenes, es el acto por excelencia que practica este tipo de brecha en un universo artificial y artificialmente protegido (el nuestro). El islam entero, el islam actual, que no es en absoluto el de la Edad Media y que es necesario apreciar en términos estratégicos y no morales o religiosos, está haciendo el vacío en torno al sistema occidental (incluyendo a los países del Este), y practicando de tiempo en tiempo en ese sistema, mediante un solo acto o una sola palabra, brechas por las que nuestros valo-
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res se precipitan al vacío. El islam no ejerce presión revolucionaria sobre el universo occidental, no arriesga convertirlo o conquistarlo: se contenta con de sestabilizarlo mediante esta agresión viral, en nombre del principio del mal, al que nada tenemos que oponer, y en base a esa catástrofe virtual que constituye la diferencia de presión entre los dos medios, el perpetuo riesgo para el universo protegido (el nuestro) de una despresurización brutal del aire (de los valores) que respiramos. Es cierto que no es poco el oxígeno que ya escapó de nuestro mundo occidental por todo tipo de fisuras e intersticios. Nos conviene conservar nuestras máscaras de oxígeno.
Es todo nuestro sistema lo que se precipita al servicio del ayatolá. No tiene más que levantar el meñique, y nuestra conturbada fascinación es aspirada por el principio del mal. Su estrategia es, por tanto, asombrosamente moderna, contra todo lo que se quiera decir. Mucho más moderna que la nuestra, puesto que consiste en inyectar sutilmente elementos arcaicos en un contexto moderno: una fatwa, un decreto de muerte, una imprecación, no importa qué. Si nuestro universo occidental fuera sólido, ni siquiera tendría sentido. Pero, por el contrario, todo nuestro sistema se precipita al vacío y sirve de caja de resonancia: sirve de superconductor de ese virus. ¿Cómo comprender? También en este caso es la revancha del otro mundo: ya llevamos al resto del mundo bastantes gérmenes, enfermedades, epidemias e ideologías contra las cuales estaban indefensos; pareciera que, por un irónico giro de las cosas, seamos nosotros los que estemos hoy indefensos ante un infame, pequeño microbio arcaico.
El rehén mismo deviene microbiano. Alain Bosquet demuestra en su último libro, Le métier d'otage (El oficio de rehén) cómo esta parcela del mundo occidental secuestrada al vacío no puede, ni siquiera desea, volver a su casa porque está envilecida a sus propios ojos, es cierto, pero sobre todo porque todos los suyos, su país, sus conciudadanos, están colectivamente envilecidos por su forzada pasividad, por su común cobardía, por la negociación misma, que es degradante en sí y esencialmente inútil. Pues, más allá de la negociación, cada toma de rehenes es una prueba de la cobardía ineluctable de colectividades enteras frente al más ínfimo de sus miembros. Por otra parte, la indiferencia de la colectividad frente a sus integrantes tiene como correlación la indiferencia de cada individuo frente a la colectividad; es así como funcionamos (mal) en Occidente, y es lo mísero de esta política lo que revela despiadadamente la estrategia de rehén. Al desestabilizar a un solo individuo se desestabiliza todo un sistema. Por eso el rehén ni siquiera puede perdonar a los suyos el haberlo convertido, mientras tanto, en un héroe, al que se escamotea de inmediato.
No estamos en la cabeza del ayatolá ni en el corazón de los musulmanes, y no se trata de casarnos con sus pasiones, como tampoco con sus creencias. Todo lo que podemos hacer es escapar de ese pensamiento débil y dogmático que consiste en imputarlo todo a fanatismo religioso. Percibir lo que está en juego en este desafío simbólico implica tener al menos una chispa de inteligencia estratégica; a este respecto, el fárrago de reacciones piadosas y patéticas que se puedan leer es nulo, y deriva del exorcismo puro y simple.
Me temo que estemos mal armados para aceptar el desafío de esta violencia simbólica del islam en el momento mismo en que tratamos de borrar el terror del recuerdo de la Revolución Francesa, en beneficio de una conmemoración que adopta, como consenso, toda la apariencia de una estructura inflable. ¿Qué hacer ante esta nueva violencia si elegimos borrar la violencia de nuestra propia historia?
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