Los ángeles con gabardina
Las historias de la Grecia en pleno esplendor suelen narrar que los filósofos de Mileto, primeros en construir el edificio de la filosofía, estaban tan atónitos ante los hallazgos de la revolución práctica que llegaron a olvidar la original naturaleza del cuerpo humano, entretenidos como estaban en fabricar objetos e instrumentos para sus conciudadanos. Las metrópolis más significativas de nuestra época soportan la "agonía del crecimiento", y sus políticos, promotores y arquitectos, al modo de los filósofos de Mileto, asombrados por tan descomunal proceso, hace tiempo que abandonaron toda referencia a los aromas de lo cotidiano. La metrópoli moderna se consolida en los finales de siglo como una constelación de "utopías intransitables", de lugares minados y diseñados por los líderes, de la acción".La ciudad, como lugar donde se harían realidad los espacios de la convivencia colectiva, se presenta en estos finales de milenio como un bricolage hermético, distante de la saludable e higiénica planificación de las primeras vanguardias y que la iconoclasta razón europea pretendía consolidar como nuevo imaginario por donde discurrir el acontecer del progreso industrial. La razón, aquella razón de las auroras, ya no parece garantizar tan anheladas libertades en el recinto urbano, y el progreso envuelve la felicidad en etiquetados paquetes de plástico. Ambiguo, demasiado ambiguo, o poliédrico, demasiado aristado, como bien se quiera mirar, se presenta para el nuevo milenio el territorio del espacio urbano.
Si todo signo posee su propio pasado, como bien distingue Wittgenstein, "sólo porque es signo", los hitos semánticos que descubrimos en la metrópoli actual conducen a un sentimiento de expectativas difuminadas, cuando no de esperanzas desvanecidas. Se han enterrado, al parecer, las utopías colectivas, y las demandas sociales se oscurecen como envejecidos mitos. Proyecto y demanda carecen de identidad en los modelos metropolitanos donde se asientan las sociedades posmodernizadas; aquí, por lo que acontece, no ha lugar para el no lugar, ni resquicio para la ensoñación del mito.
La metrópoli fin de siglo se encuentra, en los albores de este nuevo milenio, en el epicentro de la crisis general de las sociedades industrializadas, y en el desarrollo de tal crisis, aunque resulte premonitorio, es fácil intuir los síntomas que determinan tan anómalo crecimiento. El renacimiento mecanicista con que se inauguraba el siglo que termina quedaba en manos de unas fuerzas de apropiación del espacio urbano -capitalismo de producción-, en un empresariado industrial con el control de capitales centralizados, junto a una mano de obra robotizada para manipular los recursos de materiales pesados.
La arquitectura de la ciudad, pese a su embalaje,de racionalidad operativa, dejó patentes las huellas de tan significativo caos, y la "planificación zonal" abonó con inusitada aceleración el territorio para los depredadores conspicuos de la tierra. Si la arquitectura fue anulada en la ciudad por el inflexible determinismo capitalista de la producción, el territorio metropolitano se hipotecó como lugar de producción, con sus leyes específicas. Mediado el siglo, la metrópoli era asimilada como una gran máquina de producción, ligada a los cálculos económicos de la productividad que condiciona su terciarización (red de transportes, integración con el resto de los centros productivos, movilidad de las fuerzas del trabajo); en ella se van a evidenciar los conflictos entre la política social que anunciaban las democracias económicas y los resultados que sobre el suelo metropolitano fueron cristalizando.
Pronto se ha podido comprobar cómo las terapias políticas, edulcoradas con la cobertura democrática, y las nuevas formas de propiedad del capitalismo avanzado dificultan la evolución de las nuevas variables técnicas del desarrollo urbano variables políticoseconómicas, vinculadas al poder decisorio de los propietarios de la tierra (fuerzas de producción) y a las relaciones políticas de gestión, de manera que capital y Estado configuran el modelo de nnovación metropolitana, su crecimiento morfológico y su imagen arquitectónica. Su prototipo y naturaleza obedecen a los rasgos mercantiles que caracterizan a la empresa moderna: innovación, compra de información y control de la misma. Así, el modelo metropolitano se hace patente por una producción de espacios diversificados y descentralizados, de tiempos cortos de duración en sus usos, con arquitecturas construidas con materiales de aleaciones ligeras, de cambio permanente de imagen, que permitan una rápida renovación, y donde el valor del suelo es el facto encargado de multiplicar los altos beneficios económicos.
El espacio en la metrópoli ya no aspira a ser lugar, ni resulta ser un bien de servicios. Es una mediación bursátil, transformado en un factor de inmisericorde agresión mercantil. La nueva economía sobre la metrópoli circunscribe su desarrollo a un acontecimiento lineal y limitado, a un número de funciones que desarrollan la morfología metropolitana de modo uniforme y sin rotación posible. El Estado transformado en gran empresa carece de ideología y de recursos para controlar el despilfarro propio de la anarquía capitaIista de la producción, de manera que la expectativa del socialismo histórico, según la cual el desarrollo anómalo de un capitalismo organizado preconizaba el salto inmediato al socialismo democrático, se ha visto alterada por la fuerza inherente al despotismo del capital, que condiciona el desarrollo de la ciudad y triangula sus espacios bajo el determinismo económico. Porque, si bien es cierto que el "poder político" se legitima en las urnas, quien mantiene la maquinaria democrática es el capital de los círculos financieros.
Los crecimientos de las grandes ciudades europeas soportan con el optimismo pendular del fin de siglo la sistematización urbanísticoarquitectónica del laissez faire norteamericano de los años veinte. La ley de lo arbitrario rige la desestabilización del valor del suelo, junto a una arquitectura de gran aparato escénico que sustituye el vacío de la ideología política sobre la ciudad. Valor del suelo e imagen formal mitigan la ausencia de estructura urbana. A la "ciudad máquina" le sucede la "metrópoli espectáculo", donde las funciones integradas se van depositando en los vértices del triángulo de su ordenamiento productivo. Ni siquiera la planificación, con las formalidades que recoge el zoning, se hace necesaria. El suelo de la metrópoli se ha convertido en un fluir sin remanso, donde sólo se escuchan los gritos de los "líderes de la acción" en su ciclo económico, que deambulan como "ángeles con gabardina" entre los muros metropolitanos.
La metrópoli terciarizada que se avecina cada vez se asemeja más a los cinco gigantes amarillos de la pieza teatral de Kandinsky (Der gelbe Klang, 1912), metáfora urbana en la que Manfredo Tafuri ha leído con precisión el crecimiento desmesurado, la contorsión de sus cuerpos, los estremecedores sonidos guturales y los rasgos oníricos de una luz en perpetuo cambio que caracterizaba a la nueva Babilonia de principios de siglo: "Los gigantes amarillos han perdido el don de la palabra; pero, con todo, insisten en comunicar su condición alienada".
Si en el proyecto de la metrópoli moderna niponizada y norteamericanizada la palabra enmudece, es decir, no quedan espacios que puedan ser ocupados por una "teoría" que postule modelos de racionalización para el habitar del hombre, recuperemos, al menos, "el verbo" (crítica y conocimiento) que haga diáfanos los exorcismos mercantiles de los "ángeles con gabardina".
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