¿Crisis de la cultura?
Durante 30 años, la desaparición de los imperios coloniales llevó a reconocer la diversidad de culturas y a cuestionar que Occidente tuviera el monopolio de lo universal. Simultáneamente, el desarrollo de la cultura de masas, en particular de la televisión, pareció disolver el mundo restringido y elitista de la alta cultura en el acelerado flujo de las producciones culturales que responden comercialmente a un mercado que se acerca al de los productos industriales de consumo masivo.Las desilusiones nacidas de la transformación de los movimientos de liberación nacional en regímenes autoritarios y a menudo corrompidos, y de la creciente conciencia de que el crecimiento económico ya no puede depender de un nuevo aumento del consumo de masas, sino que deberá basarse en la inversión y en la exportación, han transformado nuestra ubicación y nuestras ideas. Y en el campo de la cultura se ha visto surgir en muchos países una viva reacción contra el relativismo cultural, que tan fácilmente fuera aceptado, en nombre de una vuelta a los valores universales y, por tanto, a un concepto muy exigente de la gran cultura que la opone, simultáneamente, a la diversidad etnológica de las culturas locales o regionales y a la multiplicidad de los productos culturales industrializados. Esta campaña fue lanzada por el éxito del libro de Alan Bloom, en Estados Unidos, seguida por un éxito comparable de los ensayos de Alain Finkielleraut y de Bernard Henry-Lévy, en Francia. Encuentra eco tanto en los medios conservadores que se inquietan por la pérdida del monopolio cultural que los protegía contra el mundo popular, juzgado sin cultura, como en los medios izquierdistas cuya crítica a las industrias culturales, particularmente en Alemania, se apoya, al menos implícitamente, y sobre todo entre los enseñantes, en la defensa de la cultura desinteresada, que se alimenta de las grandes tradiciones filosóficas de Occidente.
¿Pero acaso es cierto que no podemos elegir más que entre defender una alta cultura a la que, por definición, pocos tienen acceso y la aceptación de una cultura de masas, comercializada, que implica la idea de que, por ejemplo, toda música y todo escrito son válidos? Ciertamente, no. Y hay que denunciar las confusiones e incluso la mala fe que se esconde tras semejante definición del problema.
En primer término, el cambio que estamos viviendo no es la destrucción de la cultura por medio de algunos productos culturales, sino el reemplazo de culturas populares locales por productos culturales masivamente difundidos. Nada demuestra que las industrias culturales destruyan la gran cultura universalista: todo evidencia que destruyen las tradiciones y las culturas locales. No existe casi ya situación alguna que un etriólogo pueda llamar tradicional o indígena. En todos lados se ha transformado la alimentación, la vestimenta, las fiestas, las lenguas, mediante la penetración de elementos culturales industrializados difundidos sobre todo desde Estados Unidos, que conquistó un casi monopolio de la producción y de la difusión de esa cultura de masas.
En segundo término, y de manera opuesta, pero complementaria, descubrimos cada vez más la multiplicidad de las grandes culturas; aprendemos a conocer la riqueza del pensamiento islamista o budista y, en la herencia de Hegel, a descubrir lo universal en lo particular.
Aproximemos esas dos observaciones casi evidentes; durante mucho tiempo hemos creído que existía una gran cultura y múltiples culturas populares. Hoy descubrimos la omnipresencia de una cultura popular made in USA y la diversidad de las grandes creaciones culturales cargadas de un sentido universal, es decir, capaces de ser acogidas por poblaciones muy diferentes de aquellas en las que fueron producidas.
Como no pensar que quienes defienden anacrónicamente la gran cultura, que evidentemente sería la de ellos, la de Occidente, no son ni los creadores de las grandes obras, ni los consumidores de la cultura popular comercial, sino una clase media cultural aferrada sobre todo a defender lo que el filósofo Goblot llamaba, hace más de 50 años, para definir el espíritu burgués, "la barrera y el nivel", es decir, un signo de pertenencia a un mundo social en el que la superioridad no reside ya en el capital económico, sino en lo que Pierre Bourdieu ha dado en llamar "el capital cultural"!
Resta un problema real: ¿la cultura de masas desplaza a la alta cultura? ¿Acaso no vemos pospuestos, en las cadenas de televisón, los programas llamados cuIturales hacia el final de la emisión, a favor de espacios populares, juegos o filmes y telefilmes que manejan comercialmente el sexo y la violencia? Aquí, otra vez, las formulaciones dramáticas oscurecen el problema en vez de aclararlo, agravándolo incluso.
Recordemos que cuando un país dispone de cuatro o cinco cadenas de televisión -si admitimos que el 65% de los hogares contemplan un programa en deterrán ido momento- y que en una de las cadenas pasan un programa llamado popular que drena el 25% del público, las otras cadenas pueden pretender un promedio de audiencia del 10%. Por tanto, es absolutamente falso decir que, incluso en las horas de mayor audiencia, sólo hay espacio para programa de audiencia masiva. El verdadero problema es, pues, saber producir programas que presenten un interés cultural, social o artístico, que constituyan otras y creaciones capaces de llegar no a masas vagamente definidas, sino al 10% del público, situándose así en un campo que no es ni el de la elite ni el de las diversiones populares -por otra. parte,completamente legítimas-, sino el que corresponde acertadamente a una sociedad en la que la enseñanza secundaria cunde rápidamente.
Que dirigirse con éxito a tres millones de personas y no a 30.000 es un problema difícil, nadie lo va a negar, pero fue un gran progreso, hace algunos siglos, pasar de un público de 300 a uno de 30.000. ¿Por qué sería catastrófico dirigirse a un público de tres millones? Pero seamos aún más realistas. Si la presión comercial es excesivamente fuerte, ¿por qué el Estado o las asociaciones no colaboran con la producción de programas más ambiciosos? Los Estados gastan sumas considerables para que vivan las óperas o los teatros nacionales, o para construir costosos edificios. ¿Por qué no dedican una parte de esas sumas a financiar programas de televisión? Ciertamente, la peor de las soluciones es crear, con fondos públicos, una cadena cultural que pronto resulta aburrida, puesto que pierde el estímulo de lograr una gran audiencia y que, demasiado fácilmente, olvida el gran precepto de Molière: "Lo esencial es gustar". A ningún precio hay que aceptar la separación entre la cultura de masas y la cultura de elite. Reconocer los peligros de una cultura comercializada y la necesidad de salvar a la vez la creación cultural y la diversidad de las culturas populares, en ningún caso puede conducir a la conclusión derrotista de que el campo de la cultura comercializada no puede ser penetrado, por un lado, por la creación cultural y, por el otro, por las culturas populares. El reciente éxito de la ópera y de la danza, de los documentales sobre viajes y conocimiento de culturas diferentes a la nuestra lo testimonian ampliamente.
Reemplacemos los anatemas y las nostalgias por la voluntad de crear obras culturales -que correspondan a problemas y sensibilidades de nuestro tiempo-, entre las que habrá algunas que serán capaces, puesto que serán originales, de captar una amplia audiencia. Pero tampoco olvidemos que el trabajo creativo supone la existencia de individuos, de obras experimentales que jamás llegarán al gran público. Hay que crear, pues, espacios de creación, de innovación y de imaginación en todos lados, en las universidades, pero también en las ciudades y en las empresas. A partir de esos espacios será lanzada la reconquista del espacio cultural.
Traducción: Jorge Onetti.
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