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EDUARDO HARO TECGLEN La hora del islám

Mil millones de personas decididas a matar a una sola es un espectáculo dramático, revestido de todos los escalofríos del periodismo, como para constituir por sí solo un hecho de primer orden. Las formas que se alzan para defender al emplazado tienen una categoría noble: el Reino Unido, y con él Europa, retiran sus embajadores del país de donde partió la amenaza de muerte y, por tanto, le dan al caso ese carácter antiguo y respetuoso de la vieja diplomacia.Otro cuerpo famoso se pone en pie: los intelectuales, los escritores, porque se trata también de un caso de lesa democracia: el perseguido lo está por escribir un libro, y hay que hacer respetar la libertad de expresión. Los tres cuadros son impresionantes y se representan con vivos colores: la horda, persiguiendo al solitario; los civilizados, escudándole con sus formas; la libertad de expresión, escarnecida. El palcolor nos vuelve a las grandes películas de árabes y cristianos, que miman desde las cruzadas en adelante, y se repiten, en vivo, las escenas de harapientos y sucios personajes con antorchas en la mano asaltando embajadas, afilando alfanjes; es el jihad, el esfuerzo, la guerra santa. Nada le falta al iman Jomeini en su autocaracterización de Viejo de la Montaña dirigiendo a sus haschihim, de los que deriva la palabra latina asesino, y sus ministros con el turbante ladeado y echado hacia atrás, que en la imaginería occidental les da un aire de cínicos.

Sabios arabistas europeos explican algo de lo que sucede. El islam -puesto que de todo el islam se trata realmente- ha intentado occidentalizarse, modernizarse, para salir de su apuro de siglos. No le ha valido. Le salió una media casta, de la que Rushdie mismo es un ejemplo (aunque su calidad intelectual le permite ver esa figura como caricatura), vacilante, insegura: copiaba -y copia, donde gobierna o tiene muestras de poder- no al hombre occidental, sino al colono, al funcionario colonial, al militar colonial; y los defectos de fanatismo del misionero. Intentó el comunismo en algunos lugares y se encontró con la oposición de Occidente y la de los creyentes: Nasser -el antecesor de Jomeini en el panislamismo, aunque vestido de occidental y renovador de costumbres- los mató por cientos de miles, y lo mismo pasó con Suharto, que reina en el otro extremo islámico, en Indonesia, después de haber asesinado a 400.000 personas (ahora recibe cariñosas visitas de los príncipes del socialismo).

Falto de cualquiera de las salidas de los dos grandes mundos, el islam se vuelve hacia sí mismo, busca en su libro y en sus teólogos el camino. Y en sus costumbres. Y ya se ha dicho que ha vuelto a la Edad Media. Es un gran recurso. Ya se sabe que no se vuelve nunca a nada, y que es injusto hablar de pueblos primitivos para ¡as tribus australianas o brasileñas (es la justificación para diezmarlas y utilizarlas); algunos usan el salto atrás para sus propias necesidades, pero, como decía Marx -con perdón-, la historia, nunca se repite, sino que se caricaturiza, aunque a veces la caricatura chorrée sangre. Francc, quiso volver al imperio, y fue cómico. No hay Edad Media: hay petróleo, armas nuevas y una forma de revolución,

El lema que lleva el nombre de Salman Rushdie es una forma de propaganda de la revolución islámica que está sucediendo. Las muertes por formas de infidelidad al islam se vienen produciendo en Irán, y en Irak, su enemigo, y en numerosos países que nos parecen más civilizados -porque invierten en el extranjero sus bienes de petróleo y se compran residencias de lujo-, ininterrumpidamente.

Un aspecto de la revolución islámica, ayudada por Occidente, está en Afganistán y en lo que va a pasar allí en meses sucesivos; y en lo que puede pasar en cualquier momento en Pakistán. Cuando la Unión Soviética intervino en Afganistán no fue para ayudar a un Gobierno comunista, sino para librar una de sus fronteras de la influencia integrista musulmana, que se está prolongando ya dentro de su propio territorio. Cuando Shevardnadze corre a Teherán para ver al nuevo Viejo de la Montaña no es tanto para mediar en su crisis con Occidente como para tratar de contenerle en la penetración ideológica y las movilizaciones de musulmanes soviéticos: Jomeini ya se ocupó en su momento de matar a todos los comunistas y a todos los prosoviéticos del país.

Los diplomáticos europeos llevan muchos años viendo matanzas, dictaduras graves, libertades arrasadas, en esos países y en otros muchos, y no han hecho ningún gesto en su correcto ademán. Thatcher trata de prohibir cuando puede en su propio reino algún libro, algunas matanzas de terroristas irlandeses, algunas emisiones de la BBC, y no se puede decir que en otros países de este mundo no se cometan otros delitos contra la libertad de expresión, a partir de la posesión estatal de los medios de comunicación y del dinero, para estimular a su producción en sentidos de crítica constructiva, como se decía en el antiguo régimen español, que se instaló mandando al paredón, a la cárcel o al exilio a los autores de libros, y fue premiado por el mundo occidental con la no intervención y con el rápido reconocimiento.La barbarie que persigue a Salman Rushdie, y que, efectivamente, puede asesinarle en algún momento de su vida -y no hay por qué abstraerse del tema humano para observar la generalidad de la cuestión-, forma parte de esta revolución que no se ha detenido desde hace siglos, y que ahora está tomando caracteres de mayor fuerza. A Jomeini le hubiera importado poco el libro de Rushdice, que no puede causar mella en un mundo de analfabetismo (cuando Jomeini inició su reconquista, desde París, la hacía con casetes grabadas, porque sabía que la letra no había entrado en su mundo), si no le hubiese servido para dar señal de guerra. Cree y hace creer que es una forma más de la guerra de Occidente contra su Oriente; una provocación imperial. Un ataque a la religión. Lo están asumiendo igual los suníes que los shiíes y que sectas o grupos de otros países.

El Corán, como se sabe, no es un libro demasiado dogmático, y sus suras permiten cualquier interpretación, según el gobernante que está ungido con el carácter de imam de los creyentes: pueden ser autócratas o socialistas nasserianos (en esta civilización cristiana tampoco podemos tirar la primera piedra sobre el uso e interpretación de los evangelios para cualquier inquisición y hasta para cualquier partido grotesco). Se está viendo cómo los monarcas o los gobernantes del amplio mundo islámico no hacen el menor gesto de defensa del pobre perseguido, si no se suman a su persecución: ni les interesa, ni les importa un muerto más, ni nada, pero temen a sus pueblos y temen que se les considere infieles. Esto es un éxito de Jomeini: si cobra su presa, más (a Trotski tardaron muchos años en darle caza los otros imames, pero lo consiguieron). Y es, por tanto, una parte más de la lucha. La respuesta de Occidente no puede ser más que, naturalmente, la protección de Rushdie y la divulgación de su libro; pero no tanto por cuestiones de derechos humanos, sino de enfrentamiento a esta revolución, de la que suceden otros episodios más graves, pero menos espectaculares, en el mundo.

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