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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Muerte en Venezuela

APENAS UN mes después de la entronización de Carlos Andrés Pérez como presidente de Venezuela, el país se ha visto bañado en sangre como consecuencia de la violenta represión contra las manifestaciones populares -que degeneraron en graves incidentes y actos de pillaje- en contra de las medidas de ajuste económico del Gobierno. El 2 de febrero, rodeado de notables, de correligionarios, de poderosos amigos (entre ellos, el presidente del Gobierno español), el veterano político venezolano celebraba su regreso a la presidencia, que ya había ocupado entre 1974 y 1979. Carlos Andrés Pérez había sido elegido por una nación angustiada y empobrecida que, por una vez, decidió votar por el candidato que le prometía, sin ambages y con todas sus consecuencias, disciplina, honradez y estabilización económica. Dura medicina, cuyo alcance no disimulaba el político socialdemócrata.En el terreno de los símbolos, no constituyó un buen comienzo que un presidente que había prometido acabar con el despilfarro como elemento fundamental de su política de austeridad inaugurase su mandato con una fiesta deslumbrante y costosísima, más propia de los añorados días de prosperidad. Muchos habrán recordado que el mayor despilfarro económico, la más espectacular explosión de deuda externa, el inicio de la recesión y los índices mayores de fuga ilegal de capitales se dieron precisamente cuando Pérez fue presidente, en la ocasión anterior.

El caso es que, cuatro semanas después de los festejos inaugurales, el programa presidencial se ha teñido de sangre. Decenas de muertos, centenares de heridos, saqueos de comercios, detenciones, suspensión de los derechos ciudadanos, toque de queda. En unas horas, Venezuela se ha trastocado. Lo cierto es que el acuerdo firmado con el Fondo Monetario Internacional -el "enemigo acérrimo"-, que está en el origen de la ola de violencia desatada, es vital para la supervivencia del país. Venezuela está en quiebra. El boom del petróleo de comienzos de los setenta, que había justificado toda clase de locuras e imprevisiones, se acabó pronto y con él apareció el espectro de la depresión, el estancamiento económico. Entre 1976 y 1981, la deuda exterior creció en un promedio anual del 52%. Lo terrible es que, en 1983, el volumen de capitales fugados al exterior era prácticamente igual a la deuda (la cuarta del continente). A la mala administración se había sumado la corrupción.

Sin embargo, no es la primera vez que Caracas renegocia su deuda acatando por fuerza las instrucciones del Fondo. Tampoco es la primera vez que la moneda es devaluada en un ciento por ciento ni que se dispara la inflación. La diferencia es que en esta ocasión las medidas de austeridad se han simultaneado con una subida del ciento por ciento en los precios de los carburantes, incrementos equiparables del precio de los transportes públicos y una relativa liberalización de los precios de los artículos de primera necesidad. Como ocurre siempre, por desgracia, las medidas de ajuste son padecidas con mayor rigor por aquellas capas de población, las más desfavorecidas, que son absolutamente inocentes de la corrupción e imprevisión que llevaron al país a la bancarrota. La reacción popular estaba servida.

Pero si la violencia civil de anteayer en Caracas, en Maracaibo, en Barquisimeto, debe ser condenada, más aún deben serlo la represión salvaje con que fue dominada y los modos antidemocráticos de imponer restricciones a las libertades individuales. En sus tiempos de ministro del Interior, al presidente Pérez se le conocía con el apodo de Gatillo, por la especial dureza de sus acciones. La reacción de las fuerzas del orden y del Ejército hace dos días recuerda desoladoramente una época de la historia venezolana que debería ser desterrada para siempre si aquel país quiere seguir siendo calificado de democrático.

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