No pasa el tiempo
En estos días, una pareja con hijos que desee o se vea obligada a salir de noche debe disponer de un suministro regular de menores, dispuestos a la tarea de ocuparse de la prole a cambio de una remuneración discreta y de pequeñas prebendas. Ningún arreglo es perfecto, sin embargo, y así sucede que el joven cuñado que me suele sacar de estos trances tiene la irritante costumbre de desordenar mis discos, en este país en que rara vez los discos muestran de forma visible su fecha de edición. Al volver una noche reciente descubrí que había entrado a saco en mi colección de Dylan, y no sólo esto, sino que además se permitía increparme por no -tener los cuatro primeros discos del susodicho Zimmerman.Esto me produjo tanta confusión que balbuceé excusas en vez de imponerle mi autoridad. Y mi confusión aumentó al descubrir qué anticuadas eran mis razones. Sucede que cuando yo era joven los aficionados a Dylan se dividían en dos grupos. Los puristas respetaban los cuatro primeros discos, la etapa folky, y renegaban de los sucesivos, con música electrificada. Víctima ya de una tendencia que desde entonces ha arruinado mi vida, yo sólo me compré, por tanto, los discos del Dylan electrificado, traidor, comercial, y así seguía mi colección a fines de esta década. Pero mi cuñado sostenía, con toda razón, que también tenía su encanto aquel primer Dylan de la armónica y la guitarrilla.
El tiempo lo cura todo, da otra perspectiva sobre los conflictos del pasado y permite solventarlos. De forma que al día siguiente, en un imprevisible momento libre, me fui a una tienda especializada a por la prehistoria de Bob Dylan en vinilo. Pero a la vez que resolvía ese conflicto descubrí uno nuevo: también me faltaban los discos del Dylan renacido, cristiano fundamentalista o algo así, cuya sospechosa coincidencia con la primera presidencia de Reagan, en un hombre tan pesetero como Dylan, me pareció poco tolerable pese a aquel pegajoso tema, El hombre dio nombre a todos los animales (coro: "In the beginning, in the beginning"), que nos obsesionó a todos en un verano distante. Decidí mantener esta fase en suspensión cautelar y compré otros más recientes. No hay nada que objetar, al fin y al cabo, a que Dylan, si quiere ganar dinero, publique tres discos en pocos meses, solo, con Jerry García o el ya difunto Roy Orbison. (Yo no comparto el aborrecimiento cristiano de la codicia, pues sólo temo aquellos pecados en que tengo alguna posibilidad de caer lo que me molesta es únicamente el uso de la ideología para fines monetarios.)
Hay ocasiones que no se presentan con frecuencia, así que decidí seguir revolviendo en la tienda de discos una vez ajustadas las cuentas con Dylan. Eso me permitió descubrir que en esta tienda tan moderna tenían a Johnny Clegg clasificado en africanos, lo que, pese a ser bastante justo, implicaba su subsunción en una pequeña masa de grabaciones de coros y danzas magrebíes, conjuntos rítmicos de África occidental y los previsibles Ladysinith Black Mambazo. También hallé un disco desconocido para mí de la mítica Om Kalsoum, pero aun así me desconcertó el ver al pobre Clegg entre aquella confusión de cubiertas de abigarrado colorido y realismo envarado, que hoy ya desdeñamos como tercermundistas, olvidando la ternura que nos invade al ver el mismo hórrido grafismo en las cubiertas de los discos españoles de los años sesenta.
Pero que más me fascinó fue ver que había reediciones de casi todos los discos que en los viejoos años eran inencontrables. Lastimosa la reedición, con frecuencia, pues las casas de discos, movidas de un discutible criterio mercantil, reducen a memudo la carpeta doble a sencilla, lo que puede suponer, en el mejor de los casos, eliminar sus títulos de crédito (sin incluirlos en una hoja informativa, en la que además, por cuatro perras, podrían dar información sobre el grupo, la fecha y significado de la grabación). En el peor de los casos significa un destrozo. Estos salvajes, por ejemplo, han reeditado el Electric Ladyland, de Jimi Hendrix, en carpeta sencilla, poniendo como cubierta la doble foto interior (unas señoras desnudas) y prescindiendo de la vieja cubierta, puro kitsch orientaloide, cuyo contraste con el interior daba fuerza de choque a la primitiva carpeta, además de proporcionar un interesante documento de las contradicciones de la época. (Tampoco hay que lamentarse demasiado: se podía comprar una versión importada con la carpeta auténtica.)
Mientras trajinaba entre los añorados éxitos de los primeros setenta me atacó de pronto una alucinación. ¿Sería posible para un cuarentón mantener la ilusión de que nada sustancial había cambiado desde entonces, que sólo los discos de aquella época valían la pena, buscar una y otra vez versiones de los mismos autores, de los mismos sonidos? Eso es lo que todos sospechamos que les sucede a los aficionados al heavy, que siguen oyendo el mismo sonido monocorde sin admitir que haya otra cosa. ¿Podría ser éste un fenómeno generacional? Quizá se podía llegar a la ilusión de que no pasa el tiempo, de que lo que era bueno cuando éramos jóvenes sigue siendo bueno hoy, de que no hay nada que aprender. Seguir oyendo, leyendo, escribiendo, repitiendo las mismas cosas sin conciencia de que han pasado, están pasando, otras nuevas.
Al llegar a casa la alucinación perdió intensidad. Puse, para aliviarme, el Pump it up, de Elvis Costello, y luego, sin ningún pudor, a los Sugarcubes. Para cuando, hoy, acabe estas líneas, dudo entre Michelle Shocked, tan antigua y tan joven, o la versión de Dylan and the Dead del All along the watchtower, que no es tan buena como las de Hendrix, pero siempre puede servir para recordar que no hay peor sinsentido que el sentimiento autosatisfecho de certeza. La buena conciencia, que se decía entonces.
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