Soledades
Decidir es el acto humano más desamparado, pues una vez vencida la duda en la que aún podemos encontrar compañía, la decisión, cuando nos importa algo de veras, la tomamos en la yerma llanura de la soledad. Esta condición humana de la soledad, nos demos o no cuenta clara de ella, produce en el hombre reacciones opuestas: unos buscan con ahínco la compañía de los demás, queriendo romper ese radical aislamiento; otros, por el contrario, procuran perfeccionar esa soledad, del cuerpo y del alma, para tratar de trascenderla. La amistad y el amor son dos intentos de romper la soledad con la presencia del otro. En la amistad nos abrimos al amigo contándole nuestras cuitas, nuestras opiniones, nuestras desilusiones y esperanzas, buscando en ese trasvase íntimo romper el caparazón de la soledad que nos envuelve. La amistad enriquece y consuela, mas justamente en los momentos graves de nuestra vida o cuando queremos precisar agudamente lo que pensamos de los seres y los sucesos del mundo, nos damos cuenta de que esas confidencias, ese buscar el amparo de los demás, son un viaje inútil. Flaubert lo sentenció, implacable: "Estamos todos en un desierto. Nadie comprende a nadie".El amor a una mujer parecería que nos libera de ese desesperante desamparo. Nada existe en la vida más pleno de arrobo y de entusiasmo que entrar en una pasión con esa determinada mujer que parece ofrecernos el complemento de todo lo que nos faltaba. Maupassant se lo dice a un amigo: "Tú conoces esas horas deliciosas pasadas frente a ese ser de larga cabellera, de rasgos cautivadores, cuya mirada nos trastorna. ¡Qué delirio hace extraviarse a nuestro espíritu ¡Qué ilusión nos arrastra!... ¿Sabes por qué? ¿Sabes de dónde viene esa sensación de inmensa felicidad? Es- únicamente porque nos imaginamos no estar ya solos y que nuestro aislamiento y abandono van a acabar. ¡Qué error!... Ella y yo ¿no vamos a ser enseguida uno solo? Pero ese enseguida nunca llega, y tras semanas de espera,. de esperanza y de engañosa alegría, de repente, un día, me encuentro más solo que lo estaba antes... ¿Me comprendes?". Y Maupassant se desespera porque ni siquiera su amigo le comprende del todo. Pero quizá Maupassant iba demasiado deprisa por la vida y por las alcobas de sus numerosas amantes para percibir que la mujer de feminidad profunda es el único ser que puede romper la soledad del varón o, al menos, lograr la soledad conjunta, "la soledad de dos en compañía". Maupassant, en efecto, hizo toda su obra en 10 años -1880 a 1890- "entre Sedan y las vísperas de la belle époque", durante los cuales publicó más de 300 cuentos y relatos además de sus novelas y dramas. Su paso por la vida literaria fue, como se ha dicho, meteórico, hasta su tentativa de suicidio en 1892. Mas lo que sí está claro en la relación entre los sexos es que si uno elige mal al otro se le termina, como decía Ramón Gómez de la Serna, a la vez la soledad y la compañía.
No siempre el solitario se siente solo. El que vive, por ejemplo, aislado en el campo, como el pastor con sus rebaños en los pastos de montaña, tiene aún la compañía del paisaje y de los animales, incluso de los salvajes, como el oso y el lobo, cuya amenaza le mantiene alerta. O el pescador en mar abierto, solo en su barca, vigilando el cielo y los aparejos. En nuestro tiempo son las grandes urbes, monstruos de asfalto y de cemento, donde se alberga una serie de grupos sociales de alto riesgo de soledad, según los calificar los sociólogos. Son los grapos marginales de viejos, de inmigrados, de subnormales, de drogidictos, y, sobre todo, de mujeres abandonadas y sin famila, a quienes nadie espera cuando llegan a casa o nadie va a verlas si no pueden salir de ella. La televisión -si la tienen- les entretiene, la visitante de la Seguridad Social -cuando existe- les consuela, pero ninguna de ambas reconforta el fondo de su alma.
El ciudadano normal encuentra a veces en la ciudad una seledad grata, como la atopadiza tranquilidad y silencio del domingo urbano. "Yo busco", decía Stendhal, "la soledad y la pazo campestre en el único lugar donde existen en Francia, en un cuarto piso que dé a los Campos EIíseos". Es ahí, en el espesor de la gran ciudad, donde se sieni e más nítidamente la soledad -omo extrañeza ante los demás, que nos parecen de otro mun lo o de otra época. Marguer te Yourcenar lo expresaba muy bien: "Soledad... No creo como ellos creen, no vivo como ellos viven, no amo como ellos aman..., y moriré como ellos mueren".
De ahí que en ocasiones nos situamos más afines que al presente inevitable, a un pasado habitado por ciertas figuras pretéritas que comprendemos y admirarnos. Yo me encuentro, por ejeniplo, muy a gusto con el amig Stendhal.
La otra reacción a la soledad radical del hombre es, como decíamos, el buscar una soledad aún mayor en lugares apartados, solitarios, donde nos sintamos paradójicamente menos solo. Petrarca menosprecia en De vita solitaria al miser occupatus frente al félix solitarius que él misimo anduvo buscando en la cumbre del monte Ventoux, en Ia Provenza francesa. No estar azadanado sino en sosiego es el consejo de Garcilaso en versos bien conocidos. Deseos ascéticos que florecerán poco más tard e en los grandes místicos españoles. Quizá el más extreatac o habría sido el iluminado Miguel de Molinos, un heterodoxo solitario a quien no dejana un paz la Inquisición hasta alcalzar la cárcel y la muerte tras sus muros. "Hay tres modos le silencio", dice en su Guía espiritual: "el primero es de palabras, el segundo de deseos y el tercero de pensamientos. No hablando, no deseando, no pensando se llega al verdadero y perfecto silencio místico". ¡Una auténtica práctica budista!
Los grandes políticos, a los que acompaña siempre una cohorte de partidarios y aduladores, descubren la soledad cuando alcanzan el poder. Caen entonces en la cuenta de que sus ayudantes, secretarios, técnicos, correligionarios y supuestos amigos no les sirven para nada a la hora de tomar sus difíciles decisiones, que deben adoptar completamente solos. Es la soledad del poder que han sentido Adriano, Napoleón, De Gaulle y tantos otros. Pero también los que han sido poderosos, al perder o renunciar al poder, descubren un nuevo tipo de soledad: la soledad del ostracismo. Es también lo que les sucede a los grandes actores y cantantes, arrebatados en sus momentos de gloria por la multitud, al perder fama o facultades: se sienten solos, irremisiblemente solos... de quienes fueron antaño.
Pensaba en todo esto releyendo el libro del gran hispanista alemán Karl Vossler La soledad en la poesía española, cuya versión castellana publiqué en 1941. Recuerdo que, por entonces, con el pretexto de dar una conferencia, pudo venir a respirar unos días en el pobre Madrid de nuestra posguerra desde su país en guerra activa. Le invité con otros intelectuales españoles amigos a cenar en una taberna castiza. En una de las paredes había un cartel que decía con grandes letras: "Se prohíbe el cante". Y Vossler nos preguntó con humor: "No estará prohibido el cantar por soleares, ¿verdad?".
Fue el andaluz Gaspar Becerra -nos informa Vossler en su libro- el artista que esculpió por vez primera -en 1565, por encargo de Isabel de Valoís- a la Virgen sola, no a los pies de Cristo. Y tengo por el momento más humano de la vida de Jesucristo su agonía en Getsemaní, donde, dormidos de cansancio los tres discípulos que le acompañaban, se quedó solo, orando, angustiado y sudando "como gotas de sangre". Las soledades del mundo sagrado quizá simbolicen esta condición forzosa de sus criaturas.
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