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El síndrome del hermano de enmedio

Nacimos bajo los efectos del plan de estabilización, del fin de la autarquía y de los primeros años de una bonanza que quería coger el carro del desarrollo. Somos muchos porque esa incipiente abundancia se encarriló hacia incentivos a la natalidad, quizá para que el aumento del consumo per cápita no se acelerara tanto y acabara forzando otras demandas algo más incómodas.Nos criaron familias de que vengan los que Dios quiera, con el desarrollismo urbano ayudando a Dios a seguir queriendo. Conseguimos un ensanche récord en la pirámide de población. Un ensanche que se convirtió en un quiste social cuando años después, y ya en mitad de la crisis, llegamos en tropel a las puertas del mercado de trabajo.

Nos engendraron los componentes de lo que se ha dado en llamar la generación perdida. Nuestros padres jugaron entre los escombros del último bombardeo, muchas veces con su progenitor en uno u otro frente. Se hicieron mayores entre cartillas de racionamiento, el ángelus y el Cara al sol. No les podemos reprochar que valoraran tanto sus primeras vacaciones en la playa. Muy pocos alcanzaron las riendas de alguna forma de liderazgo, y, por razones muy distintas, nosotros vamos a seguir sus pasos.

Nuestros hermanos mayores nos han contado que al principio no había televisión en casa, aunque la recordemos desde siempre. La tele en horario vespertino nos enseñó el primer paseo por la Luna y otra ascensión, menos científica pero más aparatosa, hasta un balcón madrileño. El horario matutino de televisión lo inauguró, poco después, un señor mayor para decir muy afligido que Franco había muerto. Durante tres días no tuvimos colegio.

Ése era el gran acontecimiento que nuestros hermanos más mayores estaban esperando para cambiar el mundo. Ellos estudiaron en asamblea permanente en una Universidad que había dejado de ser privilegio de unos pocos. Cuando nos tocó el tumo, con nuestro carné de familia numerosa bajo el brazo ya no se cabía. Claro que esa abundancia de congéneres no podía extrañarnos, pues siempre nos ha acompañado. Además, estábamos llegando a la edad laboral cutando los felices sesenta parecían sólo una pesadilla de mal gusto. Desde los Pactos de la Moncloa al AES se acumulaban demasiados problemas y eran demasiado acuciantes como para pensar qué podía hacerse con toda esa humanidad concebida en el primer lustro de los sesenta. ¡Que se formen, que eso es lo que ha faltado aquí siempre! Y los que por localización geográfica y situación social pudimos permitírnoslo obedecimos.

Habían pasado muchas cosas desde que nuestros hermanos mayores se fueron de casa. Nos acostumbramos pronto al papel de niños buenos y responsables que tienen que cuidar y dar buen ejemplo a los más pequeños. Se fueron muy pronto. Pasaron de la infancia a una juventud que quería emprenderlo todo. Su adolescencia nos la dejaron como herencia, la sumamos a la nuestra y llevamos más de una década explotando la casa paterna y unas espinillas que no terminan de irse.

Ellos no tuvieron adolescencia porque era urgente la incorporación de los más jóvenes al cambio que se estaba produciendo. Los más afortunados de nosotros estamos pasando de esa etapa de dependencia a una vida adulta absolutamente tradicional y responsable. No cabe duda de que hemos asumido a la perfección el rol del hermano de en medio que sabe que el mayor es un genio y el pequeño un artista. Nos podíamos haber dedicado todos a funcionarios si las plazas fueran infinitas.

Somos la generación del tópico cartero que guarda en un olvidado cajón su título de licenciado en Derecho y que jamás se ha preguntado cuál puede ser la suerte de quienes no tenían toda una licenciatura para ganar tan codiciada plaza. Para ésos, por decirlo suavemente, ha debido quedar la litrona. Podemos explicarle a cualquiera cómo funciona esa supuesta ley de la oferta y la demanda, y por qué es mejor dejar pudrir los tomates de una cosecha excedentaria que soportar sus efectos en los precios.

Ahora las cosas ya están cambiando. Nuestros hermanos pequeños se han dado cuenta y hacen bien en no aceptar el juego de un Plan de Empleo que institucionalizaría el subempleo que, con nosotros, era la única entrada posible al mundo del trabajo.

Nosotros ya sabíamos que las protestas no se extienden cuando las cosas están peor, sino cuando empiezan a estar menos mal. También hemos visto el recorte que sufrió la base de la pirámide de población en los años setenta; los amigos de nuestros hermanos más pequeños son los hijos únicos de las primeras parejas liberadas. No son tantos, y la situación no está tan mal, por lo que sería poco hábil aceptar una solución que lo habría sido hace cinco años. Además, ellos vienen pisando fuerte.

La filosofía del plan lleva en la calle, en el ambiente, ya mucho tiempo: al principio, aunque sea para lo mismo, tiene que ser por menos, por mucho menos, y gracias. El único problema es que cubrir la contratación en precario con el limpio manto de la ley puede extender esa situación más allá de lo que el mercado exigiría.

Los que vienen detrás, empujando con toda la iniciativa que a nosotros nos falta, se han dado cuenta y no están dispuestos a hipotecar sus posibilidades. Aceptan entrar en esas formas de trabajo sí consiguen compaginarlas con la formación que a nosotros nos sobra; y sólo apuestan por esta última si es eficiente y dándole muy poca importancia. Han aprendido a no mirar con tanto temor el futuro, porque saben que es sólo una entelequia y que lo que de verdad importa es aprender a llenar los contados momentos de presente. Nos conocen y les hemos mostrado que la cualificación profesional sólo es útil cuando se forma parte, efectivamente, de alguna profesión. En caso contrario puede convertirse en una forma entretenida de pasar el tiempo.

La curiosa mutación que experimentó el trabajo durante la crisis, al pasar de la tradicional maldición bíblica a un bien escaso y codiciado, afectó a todo el mundo, pero de forma muy especial a los que querían estrenar la condición laboral. Entrar en el círculo era, es todavía, tan importante que ha dejado en un segundo plano lo crucial: para hacer qué, en qué condiciones y por cuánto.

La máxima de que es mejor algo que nada y el temor a las huestes que esperan el codiciado lugar entre los justos han colaborado a la mediocridad y el conservadurismo -no de ideas ni de creencias- que van a marcar las vidas de los que están consiguiendo algún que otro empleo; para todos los demás queda esa forma de nihilismo que ahora se llama pasotismo.

Y si la situación económica sigue mejorando durante los próximos cinco años -al menos en lo que al empleo se refiere-, podremos ser los padres de otros baby boom. No sólo por la gran abundancia de mujeres en edad fértil, sino porque además hemos asumido a la perfección el rol de una familia que empezaba a estar en entredicho. Si las cosas siguen mejorando podremos cumplir el papel histórico de rejuvenecer la población, el mismo que lograron nuestros padres. Y, como a Sísifo, lo mejor es imaginamos contentos.

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