Otro árbol talado
Bueno, y ahora ¿qué? Una vez muerto Bernhard, ¿qué demonios vamos a leer? Era el último resistente, ese hombre infrecuente que aun y convencido de su inutilidad, persiste, insiste y asedia. Por eso le leíamos, porque no había en él ni un ápice de idealidad o beatería; no era un alma bella que trafica con los cromos de un esteticismo abyecto, el de las naciones, el de las culturas; el de las llamadas identidades. No era tampoco un descerebrado que ignora o finge ignorar la payasada en que se ha convertido la función pública de los pensadores, escritores, intelectuales y artistas. Sabía con toda exactitud lo difícil, desesperado y desesperante que es mantener a raya la resignación, no ceder a ella ni a sus potentísimos mercaderes, los atildados verdugos que hablan de arte y de pensamiento. Por eso le leíamos, porque sabiéndolo todo, aún resistía; era un equilibrista a punto de romperse la crisma en cualquier momento. Bien, ya se la han roto. Digo bien: se la han roto; la química y la física han acabado con Bernhard, que no él mismo. Su última victoria ha sido la de sortear el suicidio. ¡Tantos deseaban verle suicidado!Es difícil de comprender la indignación que levantaba. Siempre me he preguntado qué es, exactamente, lo que ofendía en sus libros. Grupos de canallas patrióticos lanzaban piedras contra su casa. Una anciana le propinaba un paraguazo. ¿Por qué? Todo cuanto escribió era evidente como el insoportable ruido de una perforadora. Golpear a Bernhard o sentirse ofendido por su prosa era algo así como golpear el aparato de televisión porque muestra nuestra propia imbecilidad, el abismo de insensatez que nos constituye y nos da de vivir. ¿Qué inmenso terror se esconde en el corazón y en la cuenta corriente de estos defensores del honor nacional? ¿Qué asco tan colosal les asalta cuando se miran al espejo que no pueden resistir el impulso de romperlo?
Muchos engreídos británicos, franceses o españoles han mostrado su escándalo porque un tirano oriental convocaba un premio para el asesinato de un novelista. Pero ésa es tan sólo una forma ingenua, pobre y enferma de eliminar espejos. En Europa los eliminamos más sutilmente. Ningún canciller austriaco convocó a los matones envueltos en banderas para que acabaran con Bernhard; no hacía ninguna falta; la obediente población con cadáveres en el armario se sabe de memoria el procedimiento sumarísimo para eliminar a sus propios escritores. En nuestro país los métodos son más ingenuos: un alcalde bilbaíno actuó como el tirano oriental y ordenó quemar públicamente un libro que disgustaba su cretina idea del buen gusto. Un ministro de Pujol, convaleciente de pasado fascista, se conmueve humanitariamente por aquel individuo que le pegó un tiro a un escritor poco patriota, o patriota de otra patria, o antipatriota, qué más da... ¡Gran labor!
¿Por qué, todavía, los escritores pueden ser reos de muerte? La inmensa patraña en que se han convertido los medios de formación de masas: Pren.sa, televisión, radio y Parlamento, está produciendo un efecto de melancolía. Cuando ya nadie, en sus cabales, puedla verdad; una verdad que ellos mismos ponen en el otro, en aquel que no necesita humillarse para seguir con vida. Hordas de esclavos felices atacan a quien les describe como felices esclavos; la esclavitud puede vivirse, pero no leerse.
Cuando ya, por fin, la literatura entraba en el limbo inocente y neutro de las artes, de la ornamentación, el pasatiempo, el juego formal, el espectáculo, la adulación, el producto industrial doméstico, la estatalidad recompensada, he aquí que los desesperados clientes de los medios de formación de masas se vuelven hacia ella y la conminan a poseer la verdad. Incapaces de agredir al estupefaciente director de televisión o al letal cronista de mujeres que aman exhibir sus aparatos genitales, golpean al narrador de la desdicha; quieren matar a quien pone en palabras lo que ellos ponen en acto. Sólo por esto, por haber logrado un transitorio renacimiento de la dignidad literaria, Bernhard merece que le recordemos un poco más, un poquito más de lo que solemos recordar: un mes más, quizá incluso un año más.
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