_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los señores del centro

En casi todas las grandes ciudades europeas ha ocurrido, y sigue ocurriendo, un fenómeno que tiene que ver con las nuevas gentes que se adueñan del centro urbano, de lo que antes fue su corazón vivo. En el siglo XIX y durante gran parte de éste los privilegiados tendían a apiñarse en un área que coincidía con el centro de las grandes decisiones. El poder era central y la ciudad también. La sombra del beneficio se extendía por unas pocas manzanas, y el resto era periférico en todos los sentidos. La ciudad tenía una jerarquía orgánica, corazón y extremidades.Desde hace pocos años, el viejo centro aristocrático se ha conservado en lo que respecta a su arquitectura. Casi todos los ayuntamientos europeos han tratado de que no se perdiera esa reliquia de tiempos diferentes. Pero sus habitantes han cambiado radicalmente. Por entre los inmuebles de los grandes señores burgueses, circula ahora una multitud lumpen que sólo en las horas de oficina se confunde con otra de administrativos o profesionales que ocupan el interior de unos espacios abstraídos por planchas de luz. Esos interiores de oficina funcionan un poco como lugares secretos, ocultos a la mirada de los paseantes por grandes lienzos sintéticos. Pero quienes realmente ocupan la vida de la zona son los vagabundos en busca de un banco de madera, las prostitutas autónomas o desesperadas, emigrantes sureños que han visto abrirse la boca de su último par de zapatos, las multinacionales de mendigos, los viajeros pobres de paso que alquilan habitaciones de pobre y alguna vez con derecho a cocina, los estudiantes desencantados que tienen que dirigirse a algún sitio, los traficantes de papelinas que organizan su pequeño mundo de seres hipnotizados y los truquistas que andan a la caza de provincianos inocentes que buscan experiencias propias en los subterráneos de la confusión. Esos son los auténticos herederos de los señores de capa y espada que hicieron del corazón de la ciudad un orden social fortificado contra los extraños y ajeno a todo lo que fuera extraño.

La situación recuerda mucho los grabados de Piranesi, en los que las grandes bóvedas de los templos, las fachadas sobrevivientes de los palacios, las columnas de un pasado dórico, eran utilizadas como refugio por los animales y por los hombres sin fortuna. Hay dos diferencias con el presente. La primera es que lo que impresiona de los grabados de Piranesi es la magnificencia nostálgica de un tiempo que debió ser de oro. La segunda es que hoy no hay ruinas, ni magníficas ni de las otras, y que el presente ha conservado a toda costa un decorado cuya entraña no responde ya a la fachada. Los desheredados de la sociedad deambulan por ese decorado como extras de una superproducción norteamericana a la busca de una oportunidad para vestirse de mosqueteros o de aficionados a la ópera. Pero Piranesi y el centro de las actuales ciudades se parecen, sin embargo, en la forma en que describen la miseria contemporánea, la escasa esperanza con que se mira al futuro.

Ha sido una batalla curiosa. Mientras los ediles se preocupaban de limpiar la cara de los edificios y, a renglón seguido, de limpiar la miseria de sus calles, una multitud silenciosa ha ido ocupando ese espacio como si respondiera a una llamada de protesta inconsciente. Están más visibles que nunca y son más inexpugnables que nunca. A ciertas horas, sobre todo por las noches, son los dueños de una ciudad deshabitada, en la que los visillos no reflejan las luces de ninguna actividad doméstica. Los admnistrativos han huído a sus lejanas parcelas para ver el poniente y los guardias han dejado su empleo a las ocho en punto. Estín solos bajo los aleros renacentistas y bajo los balcones de hierro forjado que esconden montañas de archivadores.

Los esfuerzos por echarlos a su procedencia serán inútiles, porque la guerra está perdida desde hace tiempo. Se han limitado a ocupar lo desocupado en ,un mundo al que no le queda otro espacio. La periferia de la ciudad o se ha privatizado o es inhabitable. Ni en las barriadas ni en las colonias de chalés hay sitio para ellos y, si lo hay, ese sitio no es tan bueno como este otro donde pueden mirar una especie de esplendor que se parece en algo al que habían imaginado cuando se pusieron a andar desde su lugar de origen. Además, algo semejante a un derecho es lo que han ido ganando con su terca permanencia en un territorio que los demás no quieren.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_