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Guerra química y química de la guerra

Hace pocos días se ha clausurado en París una conferencia sobre armas químicas realmente atípica, que invita ala reflexión no sólo sobre las consecuencias de este tipo de armamentos, sino especialmente sobre el sentido de las estrategias militares que la justifican y las contradicciones políticas que se mueven en torno a estas estrategias.Es atípica, en primer lugar, porque uno de los países que la han promovido, Estados Unidos, ha querido presentarse en la mesa de negociaciones con una postura de fuerza plasmada en un acto de preinauguración disuasiva (la amenaza de bombardear Libia y el combate aéreo con dos aviones de este país), acusando a Libia de querer fabricar armas químicas.

Lo cierto es que se conoce la existencia de no menos de 12 países poseedores de este tipo de armas. Las tienen, con toda seguridad, EE UU, URSS, Francia, Corea del Norte, Afganistán, Siria, Irán y Vietnam. Según el Instituto de Investigación de la Paz Internacional de Estocolmo, es muy probable que también las tengan Birmania, China, Egipto, Etiopía, Irak, Israel, Taiwan y la ya citada Libia. El propio general Wickham, jefe del Estado Mayor del Ejército de EE UU, declaró ante el Congreso, en 1986, que 16 países tenían ya armas químicas y seis más podrían tenerlas con probabilidad. Libia, por tanto, no es más que una expresión de una proliferación en estado avanzado.

El asunto de Libia ha mostrado a la opinión pública la hipocresía de que las armas químicas sólo son condenables cuando están en manos de un país no miembro del club de los privilegiacios. Las grandes potencias se han autolegitimado hasta ahora para poseer armas de destrucción masiva el armamento nuclear todavía es venerado por los Gobiernos de muchos países, incluido el español), de manera que el problema que se plantea no es el de las armas químicas o nucleares en sí mismas, sino el hecho de que algunos países indeseables, normalmente pobres o radicales, pretendan disfrutar de un poder reservado a un grupo de selectos disuasores.

La Conferencia de París, además, parece haber hecho borrón y cuenta nueva con la historia más inmediata. Se han hecho referencias al uso de estos productos en la I Guerra Mundial pero se ha ocultado el uso masivo de productos químicos en Indochina, en donde el Ejército de EE UU utilizó 90.000 toneladas de defoliantes (incluida la tristemente famosa dioxina) para destruir la vegetación y el ecosistema vietnamitas.

Aquella guerra ecológica fue la precursora de nuevos y modernos armamentos, como la bomba de neutrones, tan grata a los franceses, anfitriones ahora de la Conferencia de París. La bomba de neutrones y las armas químicas son algunos de los inventos destructivos que afectan únicamente a la materia viva, respetando -dentro de lo que cabe- los bienes materiales inanimados. Esta característica ha motivado que estos productos tengan la fama de particularmente desagradables, al centrarse en la destrucción de la vida humana. Una semantización que pretende dar la imagen de que las annas sucias, como la nuclear, son más justificables porque, al fin y al cabo, cuando explotan se lo llevan todo.

Esta historia ha puesto también sobre la mesa la dificultad para separar el uso civil del militar en determinados productos químicos utilizados por la industria farmacéutica o de fertilizántes. Son muchos los países que fabrican este tipo de materias primas, incluida Espafía, que pueden manipularlas fácilmente para ulos militares destructivos. Se sabe igualmente, y desde hace muchos años, que empresas de la RFA, Francia, Holanda, Reino Unido, Italia y Suiza han exportado productos y tecnologías para la fabricación de armas químicas.

Y si la guerra nuclear puede producirse por accidente, puede argüirse igualmente que un accidente con armas químicas puede ser estremecedor. Los gases modernos permitirían provocar un nivel de toxicidad 100 veces superior al de aquel producto tóxico que se le escapó a la Union Carbide en Bophal (India) en 1984, donde 30 toneladas causaron 2.500 muertos y 100.000 heridos, aunque todos ellos a precio de saldo.

Se plantea así un problema, a nivel de producción industrial, con varios interrogantes. ¿Están dispuestas las empresas implicadas a cambiar sus procesos productivos para eludir la fabricación de determinadas sustancias? Si técnicamente no es posible, ¿están dispuestas a someterse a un control regular por parte de instancias internacionales? Si no es así, la verificación es imposible, y el riesgo de proliferación, inevitable.

Resulta igualmente hipócrita la pretendida actitud pacifista de algunos países anfitriones presentándose como avanzadilla del desarme químico cuando, al mismo tiempo, un país como Estados Unidos tiene previsto en los presupuestos de 1989 un gasto de 200 millones de dólares para desarrollar un programa de municiones iniciado en 1987, y precisamente después de varios años de tenerlo congelado.

La guerra química se ha convertido en un tema incómodo para todos, y si bien parece cierto que aumenta la actitud general de rechazo, no lo es menos que pocos países están dispuestos a llegar hasta el fondo. Lo coherente, entiendo, sería rehusar las armas químicas a nivel de uso, de fabricación, de almacenamiento, de investigación y de estrategia. Si no se abordan estos dos últimos aspectos ocurrirá lo mismo que con el armamento nuclear, que se controla su crecimiento cualitativo o cuantitativo. La misma OTAN tiene elaborado un documento del Comité Militar (MC 14/3) en el que se especifica que la OTAN ha de tener capacidad de utilizar las armas químicas como medio de retorsión, aunque de forma limitada; es decir, que no se las quiere hacer servir como elemento de disuasión, pero se quiere estar en disposición de utilizarlas en el caso de que estalle un conflicto. No nos gustan, pero hay que tenerlas por si acaso...

Si la Confer encia de París sirve para aumentar el rechazo a esta forma bestial de destruir vidas humanas, bienvenida sea la conferencia. Pero el fin de la guerra química ha de pasar, inevitablemente, por un proceso de transformación de las estrategias que la legitiman.

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