La tierra prometida
Existe en nuestra cultura -y en nuestra lengua, cabe decir- un manifiesto y nunca bien explicado desinterés por el estudio del Antiguo Testamento y la historia del pueblo de Israel. Se diría que a partir de una cierta fecha, posterior al siglo de Oro, esa historia deja de estar presente en la mente del escritor español, cualquiera que sea el género que cultive, y se pierde de una vez para siempre el trato directo con el documento que junto con los del clasicismo greco-latino constituye para el resto de los europeos uno de los fundamentos de su cultura y una pieza de imprescindible referencia. Pero a causa de la expulsión de los judíos y la posterior hostilidad a su cultura o como reacción al fomento de la lectura de la Biblia como fuente de inspiración y ejemplo que promueve la Europa reformista, o fuera por lo que fuera, lo cierto es que en España se deja de leer la Biblia, y el hombre culto, para ser comprendido, se tendrá que referir a la edulcorada y resumida versión que ofrecía la Historia Sagrada, cuidadosamente dispuesta para obstruir la más inocente iniciativa hermenéutica y sólo utilizable: para las ilustraciones anecdóticas de los sermones dominicales.Si en España no se lee la Biblia, como bien demostró Borrow, no tendrá mucho sentido estudiarla, y el conocimiento de la misma quedará reducido al de los clichés revelados y preparados por la autoridad eclesiástica sin la menor intervención del historiador o del erudito. De hecho nuestro país y nuestra Universidad no se incorporan a la ciencia veterotestamentaria que se desarrolla en Europa, con inusitada intensidad, en la segunda mitad del siglo XIX, y ningún nombre español se incluye en la nómina de los Renan, Harnack, Schiaparelli, Rawlison, Clermont-Ganneau y demás fundadores de una ciencia que a partir de entonces no hará sino ampliar y profundizar unos conocimientos que ya nunca tendrán fin. La cultura española no sólo no se incorpora a esa tendencia del saber sino que lo desdeña; no la traduce y, como mucho, supongo, se permite albergarla en algún departamento de filología, más para cubrir con una ficha administrativa la evidente laguna que para crear un centro de investigación en el que faltará todo: alumnado, profesorado, subvenciones y biblioteca.
Por eso mismo sorprende que en el mare mágnum de la edición española aparezca de cuando en cuando, casi siempre bajo un sello provinciano.y perdido en un catálogo Con inconfundible tufo a seminario mayor un inesperado título no dirigido exclusivamente a especialistas sino al inexistente público capaz de agotar la edición. Si nunca se ha traducido Los israelitas y sus tribus vecinas, de Eduard Meyer, o los distintos Moisés, de Gressmann y Auerbach, ¿qué pueden hacer entre nos Xros los textos de Von Rad o de Pedersen? El público español ni siquiera está hecho a la terminología; a título de ejemplo en una -por otra parte encomiable- traducción del autor citado en penúltimo lugar y en ciertas menciones del fragmento bíblico se añade: según J, según E o según P, sin que en ninguna página del libro se explique qué significan esas tres letras, ni siquiera en una nota a pie de página. Sólo un lector previamente informado adivinará a que corresponden a las tres fuentes establecidas por los ,,-exegetas modernos: la yavehis-ta (J), la elohista (E) y la sacerdotal(P).
Según Von Rad, la tierra prometida es la idea central que anima tanto al yavehista como al elohista, el único mito propiamente original de Israel, el fundamento de toda su concepción religioso-política. Se puede afirmar que ni siquiera Yaveh es anterior a ella, pues la "idea de una existencia absoluta de Dios, en el sentido filosófico fue completamente extraña a Israel". Yaveh fue más bien la voz, al mismo tiempo que el reclamo, que podía hacer efectiva la promesa. Una promesa doble, no sólo de una tierra, sino también de un pueblo, pues si se acepta que nada es histórico (o mejor que histórico, investigable) anterior a Moisés y al Exateuco, no existe tal pueblo antes de la salida de Egipto o, más todavía, previo a los 40 largos años de estancia. en el oasis de Kadesh, al pie del Sinaí, cuando la segunda generación de prófugos inicia la marcha hacia Canaán. Antes de esa concentración no existía el pueblo de Israel ni siquiera esa alianza de tribus unidas por motivos sagrados (anfictionía) que hasta cierta fecha se estimó históricamente necesaria para explicar el éxodo. Lo que Moisés sacó de Egipto y unió en el oasis de Kadesh no era un pueblo ni una amalgama de tribus esclavizadas; era un conjunto de esclavos hereditarios, repudiados o vendidos por sus ancestros, que apenas tenían algo más en común (ni siquiera la lengua) que el imposible sueño de poseer un día un huerto propio. Tampoco procedían del derecho de conquista, del tributo pagado al vencedor con un cierto número de esclavos. Conocida la repugnancia de los egipcios a las expediciones de conquista y el horror a los interminables arenales que rodeaban sus fértiles vegas, es justo suponer que aquellos desgraciados debían su condición a las ventas que sus parientes nómadas llevaban a cabo de las criaturas que excedían la cuota de supervivencia, puestas de manifiesto por la leyenda de José y sus hermanos. De la misma manera, aquellos nómadas sacrificaban parte de los cabritos y corderos lechales de las nuevas camadas, y no tanto por la exquisitez del bocado cuanto por la imposibilidad de criarlos con los insuficientes pastos de los oasis. Nunca un país fértil y pródigo mató para la mesa al animal recién nacido.
Nadie podía prometer al esclavo -el hijo de un pueblo nómada, que montaba sus tiendas al borde de tierras ocupadas y cultivadas por otras tribus- la posesión futura de un huerto propio. Moisés era uno de ellos, que con infinito tesón aprovechó su privilegiado cargo para recorrer una a una las alquerías
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La tierra de prometida
Viene de la página anteriordel delta, donde sus compañeros de esclavitud trabajaban con el barro hasta las rodillas y de sol a sol. Moisés les hablaba de un Señor propietario de unas tierras que estaba dispuesto a cederlas en enfiteusis a cambio de un tributo mucho más soportable que el exigido por el egipcio: la adoración. Podrían disfrutar a perpetuidad de la tierra y disponer de sus cosechas y rebaños a cambio de reconocer su indiscutible propiedad. No se trataba de entregar sus almas, ni dirigirle sus oraciones -inventos muy posteriores- ni dedicarle las emanaciones de una espiritualidad todavía inexistente. Era más simple que todo eso: se trataba de reconocerle como propietario del suelo mediante un contrato de inquilinato y comportarse de la manera cívica que caracterizaba a los pueblos formados. La doctrina del Antiguo Testamento sobre la propiedad de Yaveh del suelo y la condición de inquilino del israelí es terminante y no deja el menor espacio para la duda: "Mía es la tierra, vosotros sois solamente forasteros y avecindados", dice el Levítico. Lo que encierra el arca de la alianza no es más que un contrato de arrendamiento, y toda la genialidad de Moisés se puede resumir en una triple invención -propietario, tierra y contrato- suficiente para aglutinar un pueblo de un conjunto diseminado y no emparentado de esclavos. Basta que crean en las tres cosas, lo demás vendrá por añadidura, y será la única manera de manumitir al futuro israelí y extraerle de su ahistórica mansedumbre.
Los fugitivos se fueron concentrando en torno a Kadesh, a unas siete jornadas de viaje de las fronteras de Egipto, y sin embargo fuera del alcance de las tropas del faraón, que, todo parece indicarlo, no demostraron demasiado interés en perseguirlos, capturarlos y reconducirlos al delta. Eran unas 12.000 almas, 4.000 capaces de guerrear, que en primera instancia se vieron obligadas a combatir a la tribu de Amalec y desalojarla del oasis. Allí, bajo el liderato de Moisés, acamparon durante 40 años, se otorgaron su constitución y su ordenamiento civil, ritualizaron su religión y crearon el divino nombre de YHWH, fundaron sus 12 tribus y reescribieron con carácter retroactivo su historia y su mitografía, incorporando leyendas autóctonas del oasis. Sus recursos no daban para mucho, y no faltaron las revueltas y sediciones por parte de quienes, añorando la relativa abundancia de la vida en el delta, intentaron la vuelta a Egipto, y que Moisés resolvió, a la manera de los modernos dictadores, mediante una concentración del poder en sus manos gracias a la exclusividad de sus relaciones con el Señor y una rigidez de las costumbres por la vía de los mandamientos, los ritos y las prohibiciones. Allí, en fin, prepararon la conquista del Lebensraum necesario para la expansión demográfica de la comunidad.
En primer lugar volvieron sus armas contra sus antepasados, los que les habían vendido. Sus humildes asentamientos en Moab y Canaán apenas tenían nada que oponer a aquel formidable ejército de 4.000 guerreros. Pero a medida que progresaban hacia el Norte se encontraron con una más consistente resistencia, y de ahí surgió Israel, Dios armado, un pueblo preparado para la lucha permanente contra el cananeo y el amorrheo y el hetheo y el pherezeo y el hetheo y el jebuseo, "a quienes Yo destruiré", una lucha por la subsistencia que Moisés aprovecharía para reforzar en cualquier circunstancia su dirección política: "Cuando alzaba Moisés su mano, Israel prevalecía; mas cuando él bajaba su mano, prevalecía Amalec".
Así pues, nunca existió una tierra israelí de la que el pueblo elegido fuera expulsado y a la que debía volver en virtud del pacto. Existía, por el contrario, una tierra ajena cuya ocupación sancionaría YHWH si el pueblo elegido se atenía al pacto y le reconocía como propietario. Y tal ocupación sería legítima en tanto el pueblo elegido obedeciese la ley mosaica. A ese respecto, la doctrina del Antiguo Testamento es inequívoca:. quien se aparta de YHWH debe abandonar la tierra, y por tres veces el obstinado Israel es amonestado para que renuncie a las tierras que YHWH no le ha asignado. En cierto modo, buen número de cosas no han cambiado en los 3.300 años que nos separan del Moisés histórico y la salida de Egipto, un suceso fechable en la dinastía XIX que los historiadores del faraón no recogen. A la tenencia y cultivo de la tierra considerada como una propiedad legitimada por su pacífica y hereditaria posesión a lo largo de anónimas generaciones se opone la ocupación y explotación de la misma, apoyadas en la fuerza de las armas y por parte de quien presume ser su lícito arrendatario como consecuencia del contrato que ha suscrito con su único dueño, el Señor. Que ese Señor sea YHWH, Dios, la historia o las Naciones Unidas, apenas altera las cosas; en todo caso, las formas. En el orden trascendente, la naturaleza del ocupante determina la existencia y el poder del Señor, pues si fue creado para hacer posible una promesa, en tanto no la cumpla no podrá presumir de su título de propiedad. Y si no tiene título de propiedad sobre la tierra, no tiene nada. De que su otorgamiento contenía una considerable proporción de injusticia era perfectamente consciente, como lo reconoció cuando por boca de Josué, en sus últimas palabras a la asamblea reunida en el santuario de Sichem, dijo: "Y os di la tierra por la cual nada trabajasteis, y las ciudades que no edificasteis, en las cuales moráis; y de las viñas y olivares que no plantasteis, coméis".
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