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Huida hacia el mito

Antonio Elorza

Entre las esculturas olmecas diseminadas por el parque arqueológico de La Venta hay una que presenta un rostro humano, inscrito en un bloque monolítico, mirando hacia el cielo. En la línea interpretativa de Westheim podría pensarse que se trata de una representación de la angustia del hombre mesoamericano y de su deseo de conocimiento frente a la incertidumbre ante unos fenómenos exteriores cuya explicación cree poder encontrar en la esfera celeste. Otra escultura conservada no lejos de la anterior, en el museo regional de la misma ciudad mexicana de Villahermosa, recoge el paso decisivo en cuanto a la configuración de una mentalidad mítico-religiosa: del monolito emerge ahora, vuelta siempre al cielo, la faz de un hombre-jaguar. La exigencia de conocimiento del cosmos ha cubierto sus insuficiencias, sus puntos oscuros, mediante la elaboración de una compleja mitología integradora de los elementos naturales y que incluso absorbe y transforma el tratamiento realista de la figura humana.Como es sabido, sería erróneo limitar el ámbito de estas transferencias míticas a las sociedades y a las representaciones llamadas primitivas. La intensidad del cambio social, con sus dosis correlativas de conflictos e inseguridad, ha provocado que el siglo XX ofrezca numerosos y, en ocasiones, muy graves ejemplos de recursos al mito, a símbolos y claves interpretativas de contenido irracionalista, unas veces para cubrir los vacíos de la razón y otras para atender los retos derivados de la complejidad del proceso histórico.

Uno de estos casos es el que se plantea ante la sociedad española al contemplar la relación con el imperio americano que por espacio de tres siglos constituyó su imperio colonial. La propensión a integrar los procesos de descubrimiento y conquista en la formación de una conciencia nacionalista en el curso de la revolución liberalburguesa del siglo XIX tropezó, en el caso español, a diferencia de lo que sucedía en nuestro entorno europeo, con la pérdida de ese imperio, que, por lo demás, nunca llegó a lograr una articulación de tipo moderno. Además, el corte de la independencia fue altamente traumático -ejemplo, las expulsiones de residentes españoles- y tuvo prolongados efectos, sin dejar, hasta los nuevos fenómenos migratorios, otro nexo efectivo que la comunidad de idioma. Tampoco hay que olvidar que muchas malformaciones de la sociedad colonial marcaron y siguen marcando al mundo latinoamericano, asociándose, en lo imaginario colectivo de aquellos países -especialmente en México-, con una visión peyorativa de la conquista, que ciertamente revistió más de un rasgo de genocidio. Por fin, cerrando el círculo, la desdichada prolongación de nuestra política colonial en el siglo XX, esta vez sobre el norte de África, con su secuencia de desastres, militarismo y remate en la conquista del territorio peninsular por el ejército colonial, acaba situando la experiencia colonial española en un marco donde sólo puede moverse como pez en el agua un tradicionalismo arcaizante como el que sustentara la idea de hispanidad de Ramiro de Maeztu. El reseñado complejo de limitaciones explica también por qué, a pesar de vivir en la actualidad una etapa de relanzamiento de la conciencia nacional española, resulta especialmente dificil afrontar el centenario que se nos viene encima en 1992. Un balance de situación nos diría que, si bien no faltan en esferas oficiales las iniciativas, y sobre todo los esfuerzos positivos, está ausente una orientación general susceptible de afrontar la enmarañada realidad de nuestras relaciones con América, con lo que se abre el camino para las derivas tradicionalista y mítica.

Los más recientes documentos oficiales relativos a la celebración del 92 vienen a conformar la previsión pesimista. El proyecto oficial de la Expo-92 de Sevilla salta por encima de las relaciones entre España y la América colonizada y enfoca el tema exclusivamente desde el ángulo de los descubrimientos, esto es, como una etapa en la evolución científica de la humanidad, cuyas estaciones de llegada son la era de la informática y la conquista del espacio. Colón toma el ropaje de Galileo y España se disfraza de Japón del siglo XVI. Según este nuevo hispanismo, lo que ocurrió a partir de 1492 fue fruto de "un impulso irresistible, descubrir y comunicarse". Hay que advertir que ni siquiera semejante coartada es un hallazgo original, porque, ya el argumento de la comunicación figuró entre los recursos de Francisco de Vitoria para legitimar la conquista sobre bases mínimamente racionales. Pero a estas alturas, presentar la aportación de los españoles como un ensanchamiento de la imagen del universo para indígenas que hasta entonces veían su centro en Cuzco no solo implica un reduccionismo, sino un modo bastante burdo de enmascarar todo el proceso real de descubrimientos y conquistas. A "esos pueblos y tierra; que vivían incomunicados" les ocurrieron más cosas que la instalación de una benéfica agencia de viajes, precursora de la excursión a la Luna y de un fecundo intercambio de cosechas donde unos recibían patatas a cambio de exportar ovejas. Contra lo que los proyectistas de la Expo diseñan, no se trató de un simple "el hombre encuentra al hombre". El sujeto activo de la relación, el conquistactor contempló en el otro, el descubierto, una serie de componentes y de objetivos vinculactos a su propio interés, antes que la humanidad, unas veces negada y otras vista, como en el mismo Vitoria, desde el ángulo de la más rotunda desigualdad. Surgió así un proceso de incidencia violenta, explotación y desestructuración de las sociedades prehispánicas, del que penósamente emergieron nuevas formaciones sociales que aún hoy arrastran las cargas derivadas de aquella génesis. Desde Las Casas a Waclítel o Todorov, los testimonios son demasiado contundentes como para intentar reproducir hoy el mito de la relación idílica. Razonablemente, no hay ni debe haber escapatoria para la exigencia de asociar el V Centenario con la reconstrucción de una realidad que en el fondo no es ajena a las formas de dominación que hoy sufre ese mismo mundo latinoamericano.

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Cabría aducir como descargo que se trata de un simple proyecto de pabellón de los descubrimientos en la Expo-92. Pero otro texto reciente, la intervención del vicepresidente del Gobierno ante las representaciones de los países participantes, prueba que estamos ante el perfil estratégico de la conmemoración. Guerra no peca de modestia: "Aspiramos", dice, "a que la Exposición Universal sea una reflexión sobre la aventura del hombre en la recta (sic) que conduce al año 2000". Pero la reflexión sobre esa supuesta recta concierne a un solo factor: "la formidable promesa del desarrollo científico y del progreso humano". Los avances tecnológicos constituyen la única variable que habría de garantizar un porvenir venturoso del que participarían automáticamente, no se sabe por qué magia, los países latinoamericanos. Nada se dice sobre el entramado económico que está detrás de esa aventura ni de cómo afrontar la distribución cada vez más trágicamente desigual. A la miseria de Centroamérica y Perú se le ofrecen como remedios "la microelectrónica, la informática, las telecomunicaciones, la fotónica., la ingeniería genética, las nuevas fuentes de energía, la superconductividad". Consuélense los americanos, que en la Expo verán el paraíso de la técnica, a falta de ver reflejada su dramática situación y ia historia que para bien y para mal los vinculó con España. "La Expo", dice Guerra, "no puede ser un puro recuerdo histórico", y es preciso huir de "Ideas abstractas, referencias históricas". El mito vuelve así a presidir la escena, aunque esta vez el deslumbramiento elemental de un cargocult interesadamente forjado suplante a la belleza y expresividad del hombre-jaguar de Villahermosa.

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