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"Traffic jam"

La gente se toma los problemas de tráfico como si fueran de tráfico, cosa que no se puede discutir. Pero sucede que hay también un tráfico de los sentimientos que circula en paralelo con el de las chapas metalizadas, el turbo y demás. Cuando los coches se atascan, también puede atascarse algo en el asfalto de la conciencia. Ese tiempo de espera que transcurre entre una detención obligada y la puesta en movimiento, si es que ello llega a suceder, en Madrid sucede de vez en cuando, es un tiempo peligroso. La circulación se para, pero la cabeza sigue rodando. Como en todo vacío o en todo plazo en que la realidad queda suspendida (eso es un atasco), el cerebro arroja sobre la fantasía del usuario los duendes temidos.Los atascos y el caos circulatorio no son sólo un problema administrativo o de fluidez ambiental. Son un problema de conciencia. Ahí es donde hacen daño y donde atacan la vida. Por eso Madrid se ha convertido en una ciudad insoportable, por la forma en que suspende la vida y acucia los fantasmas. Antes de levantarse uno ya sabe que el día va a ser malo y que, haga lo que haga, terminará en lo peor. Es el pesimismo existencial viajando en chasis.

Por otro lado, hay que decir que cuando se atascan en Londres o en París es distinto. Allí tuvieron otra historia y se toman las calamidades del progreso de otra manera. Están acostumbrados a un mundo que unas veces anda y otras está parado, a los imperios y a su desaparición, a trasladarse en los ranking del poder mundial, etcétera. Un atasco no les pone de una patada emocional en el terror a lo inmóvil, como nos pone aquí, y eso hay que tenerlo en cuenta. Aquí, en los atascos, se dispara el subconsciente histórico: la España hermética, oscura, igual a sí misma durante siglos, tal vez milenios, donde todo cambio se anuncia siempre en una escena de pánico. Un problema de tráfico no es sólo una dificultad material o psicológica, es un asunto de identidad. Hay gente que se puede quedar parada y gente que no, pueblos que se lo pueden permitir y pueblos que no. Y nosotros pertenecemos a uno que no se lo puede permitir.Un rasgo peculiar del conductor español obligado a detener su vehículo por el colapso, es el miedo ancestral a quedarse ahí el resto de su vida, a no moverse nunca más. Se imagina a sí mismo envejeciendo en la cabina del automóvil mientras su pareja encuentra otra media naranja, sus hijos se casan sin consultarle y su patrimonio se dilapida en orgías familiares. Ve cómo le echan del trabajo por ausencias injustificadas y cómo han sido inútiles sus esfuerzos por hacerse con un plan de jubilación, ya que ha de envejecer y morir en aquel cubículo. Cuando en el extranjero se detienen por el mismo motivo, están convencidos de que en algún momento del futuro volverán a echarse a andar. Por alguna misteriosa razón saben que en el plazo de algunos minutos, las cosas cambiarán. En Madrid, por el contrario, hay un sentimiento generalizado de que quien les ha parado es el destino y que sólo depende del destino el que alguna vez vuelvan a moverse los cigüeñales. Por supuesto, el destino puede decidir que eso de circular se ha terminado y producir un parón histórico. De los que todos sabemos.Resulta de ello una terrible paradoja para el que decide utilizar el automóvil. El movimiento resulta exasperante, porque es lento, peligroso y agotador para la máquina y el hombre. Y la detención supone el miedo metafísico a la inmovilidad total y para siempre. Como en toda paradoja, cualquiera de las dos soluciones posibles es la peor de las posibles, de forma que el atasco de los vehículos se traslada a un atasco psicótico del conductor que, como en el experimento de las ratas, se destruye ante la incapacidad de elegir entre dos extremos igual de malos. De aquí a encontrarse en las caravanas conductores que se quieren comer la palanca de cambios, hay sólo un paso.

El tertium non datur, la tercera vía, consistiría en dejar el coche y salir andando, pero eso, al parecer, no es posible. Por alguna razón, a los habitantes de esta ciudad no les apetece andar 15 kilómetros para ir y 15 para volver del trabajo. Otra posibilidad es coger el transporte público, pero existe la opinión mayoritaria de que se llega antes andando. Y en mejores condiciones físicas.

Mientras esto sucede, un concejal nos mira, al parecer, por un monitor de televisión. El único que se lo pasa bien.

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