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Arístides el Justo

La huelga (o paro) general del pasado 14 de diciembre ha proporcionado elementos suficientes para introducir un poco más de variedad en el aburrido espectáculo que suele proporcionar la cosa pública, salvo incidentes miserables y grotescos, tales como financiación de perifollos, insultos que resultan ser cariñosas expresiones de afecto y camaradería y otras nobles cuestiones de parecido jaez. También es cierto que hay alguna otra cuya miseria podría dar en tenebrosidad, como lo de los GAL, pero no consigue despertar la modorra general.La huelga, desde su anuncio ha sido otra cosa. Desde los que se han creído en el deber de pronunciarse hasta los que han comprendido la conveniencia de hacerlo por imperativo de su propio interés, han sido numerosos, sobre todo entre personajes y personajillos que algo tienen o han tenido que ver con los que mandan, los que han tenido, como en los buenos tiempos, que definirse. Y desde luego, ha sido un espectáculo Heno de matices; el personal ha agotado en numerosas ocasiones su capacidad de uso de las adversativas; expresión que, como se sabe, viene de adverso, o sea, contrario o enojoso: sí, pero no, desde luego, no obstante, sin embargo, etcétera. Otros, claro, eran más tajantes. Mucha variedad, que es lo bueno.

Pero es que después el espectáculo no ha decaído; un poco menos divertido que antes, porque antes de la huelga había que dar la cara, y los equilibrismos son siempre atractivos; después se entra en el análisis, y ya se sabe: hay mucha gente que, analizando, se desliza sin sentir hacia lo soporífero. Tienen especial interés humano, aunque no siempre literario, las interpretaciones moralizantes que aplican el viejo principio bíblico según el cual Dios premia a los buenos y castiga a los malos; sólo que, dado el agnosticismo predominante entre los moralizadores, Dios no aparece por ninguna parte, y el autor del castigo queda en la nebulosa, o se transmuta al pueblo, a la clase, a entes colectivos y no muy definidos. Pero eso es lo de menos: lo importante es que algunos han recibido el justo castigo a su perversidad, por haberse desviado de los principios que, desde chiquititos, les habían enseñado y que habían prometido (y excepcionalmente jurado) mantener, difundir, realizar y hacer cumplir. No habéis sido buenos con los pobres, y así pasa lo que pasa. Por eso muchos de los analistas dan, nuevos Jeremías, en lo lacrimoso.

Es distinto, lógicamente, el punto de vista de los afectados: es decir, de aquellos a quienes con la huelga se pretendía fastidiar. Algunos han callado, y no se sabe si su silencio oculta ira, contrición o desaliento; otros han hablado. En casi todos hay, en el fondo, una especie de cándida sorpresa. Hay que ver cómo es la gente; con lo bien que lo estamos haciendo; pueblo ingrato, que al menor contratiempo se va donde el becerro de oro. Pero si ni siquiera ha habido contratiempos; no entienden nada; en el fondo, pobre gente que se deja embaucar por cualquier iluminado de cuarta; en fin, así es, y nosotros, que todo lo hacemos por ellos: ¡ah, la soledad y la incomprensión que siempre han de rodear a las almas que gozan de la verdadera visión de la verdad.

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Porque, vamos a ver: ¿quién, en la memoria de las gentes, ha conseguido un PIB tan rollizo, una tasa de crecimiento tan sobrecogedora, una tal superación de las previsiones recaudatorias, una estabilidad monetaria tan admirable, un tal incremento en la venta de automóviles, inequívoco signo de bienestar; unas cosechas que son una bendición? ¿Y quién había conseguido, hasta ahora, no sólo entrar, sino alzar la voz y ser oído con respeto y admiración en los más selectos clubes internacionales, aquellos de que están excluidos los mugrientos y zarrapastrosos, en los que se exige siempre corbata y camisa limpia? ¿Quién, hasta ahora, había conseguido una banca grande y sumisa? ¿No saben que todo esto supone pan para hoy y hartura para mañana?

Y ahí están los grandes número, que no mienten. ¿Que hay problemas? Claro. ¿Dónde no lo! hay? No se ganó Zamora en una hora, y deberíamos ser más comprensivos con quienes se ocupan de nuestro bien, ya que hacen lo que pueden, que además, como se sabe, es lo único que puede hacerse. Es decir, la perfección.

Pe no es ahí donde está el problema, en la perfección. El ser humano difícilmente aguanta la perfección en el poderoso. O, lo que es lo mismo, el poderoso perfecto hace tanto bien al pueblo que termina por cavar su propia fosa.

Arístides el Justo fue un reputado gobernante y general ateniense en el siglo V antes de Cristo. Partidario de la resistencia, frente a los persas y de repartir entre los ciudadanos el beneficio de los filones de plata que se descubrieron en una mina del Estado; general en Maratón, en Salamina, en la batalla de Platea; artífice de la liga de Delos, el instrumento del imperio marítimo ateniense en el Egeo: una joya. Pero en un cierto momento el pueblo de Atenas lo había enviado al exilio mediante la ingeniosa institución del ostracismo.

Cuenta Plutarco que "en aquella ocasión, cuando se estaban escribiendo los nombres en los tejuelos (que servían para el voto), un campesino, un burdo sujeto que ni sabía escribir, tendió su tejuelo a Arístides, que fue el primero con quien tropezó, y le rogó que escribiera en él el nombre de Arístides. Éste, sorprendido, le preguntó si Arístides le había hecho algún daño: 'Ninguno, respondió; ni siquiera conozco a ese hombre, pero estoy harto de oírlo llamar, en todas partes, el justo. Arístides, haciendo honor a su mote, y justificando así los recelos del campesino, escribió su propio nombre en el fatídico tejuelo".

Y es así "cómo los atenienses, reunidos en la ciudad, decidieron el ostracismo contra Arístides, disimulando, bajo la excusa del miedo a la tiranía, la envidia que les producía su buena fama". Porque, siempre según Plutarco, "el ostracismo no era el castigo de un crimen; se entendía por tal nombre la reducción y humillación de un hombre cuya importancia y autoridad resultaban demasiado dura de soportar".

Nadie duda de que el poder acumulado por nuestros actuales gobernantes ha sido inmenso: cámaras con mayorías absolutas, dominio del Estado, la comunidad autónoma, la provincia, el municipio, la televisión y otros resortes del poder, y todo ello concentrado en un puño, o, cuanto más, en un puñado. ¿Cómo se puede aguantar que encima hagan bien lo único que puede hacerse?

El presidente Franklin D. Roosevelt sacó a Estados Unidos de la depresión más importante de la historia, lo llevó a la victoria en la guerra, aplastó a los fascismos e hizo del suyo el país más poderoso y rico de la Tierra, difundiendo la riqueza como antes no se había llegado a soñar. Tan benéfico personaje fue elegido presidente cuatro veces seguidas, único caso en su historia. En cuanto desapareció, los norteamericanos aprobaron una enmienda constitucional que impide que nadie sea elegido presidente por más de dos mandatos. Se cerraron las puertas a una tan larga duración de otro posible benefactor futuro.

Winston Churchill llevó a su país, el Reino Unido, de la huida de Dunkerque a la victoria en la II Guerra Mundial. En el momento de acabar la guerra, los británicos arrinconaron a Churchill y, en elecciones ejemplares, llevaron al poder a un señor Clement Atlee, personaje de quien los jóvenes de hoy no han oído hablar. Sin ánimo de establecer comparaciones enojosas, no está de más recordar que el distanciamiento social más eficaz del régimen del general Franco se produjo en la medida en que se palpaban los efectos beneficiosos de un desarrollo económico distorsionado en muchos aspectos pero espectacular. Y muchos que no rechistaban en los años de la miseria rampante se alejaron cuando se difundió el bienestar.

El pueblo español, al parecer, está cansado de la perfección. Con ello ha revelado una cierta madurez en la libertad. Pero no ha llegado a la del campesino del Ática, que no se Enlitó a tomarse un día de recogimiento no pagado; fue y votó en contra de Arístides. Quizá, sometido a nuevos favores de un poder enorme y perfecto, el pueblo español sea capaz, a su vez, de adquirir la perfección en el uso de su libertad; y entonces, como los pueblos de vieja tradición democrática, cometerá la gran injusticia de no votar a sus bienhechores.

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