Un relato conmovedor
Había empezado a escribir un relato conmovedor, en el sentido descaradamente navideño del término, cuando, de repente, ya no pude seguir escribiendo el relato conmovedor. Contenía los ingredientes para resultar una crónica emotiva: protagonista indefenso y pobre en un entorno indiferente (hacia su pobreza e indefensión) hecho dramático y singular, protesta final contra, la autoridad o contra la manifiesta, sabida, calculada injusticia del mundo. Pero al final no me dio la gana, y ya no escribí el relato conmovedor.El suceso de partida, sin aditamentos y sin baba literaria, fue más o menos como sigue. En uno de los interminables semáforos de la calle de María de Molina puse el coche en punto muerto y me preparé para ver cómo pasaba la eternidad (cuyo dueño es el concejal Morales). Mientras contemplaba a la oruga automovilística perderse en el infinito, llamaron a la ventanilla. Era una niña de aproximadamente 12 años, vestida con unos trozos de abrigo cuya unidad se debía a los remiendos y un gorro de lana con una borla tan grande como el gorro. También llevaba dos manoplas raídas de una talla 60 veces mayor que la suya. Pensé que se trataba de un pobre de semáforo como hay tantos en esta ciudad y le dije que no que ría nada. Los pobres y los ricos se parecen sobre todo en su talento para pasar desapercibidos, es el problema de los uniformes. Por otra parte, soy algo refractario al exceso de los decorados y aquella niña pobre me parecía que iba remendada en exceso. Particularmente, me hacen más efecto los mendigos que tratan de mantener la dignidad en la impedimenta y me he acostumbrado, supongo que como muchos madrileños, a ver a los otros como un simple producto de escenario. Profesionales que saben por experiencia que los harapos estimulan la generosidad del benefactor hasta el límite de la mala conciencia. Total, que volví la vista con la ingenua pretensión de que algo se moviera en el atasco. La chiquilla volvió a dar unos golpecitos en la ventanilla y pegó una nariz roja al cristal empañado. Repetí que no con la cabeza y entonces vino lo bueno. Se quitó una de las monumentales manoplas y en la palma, acorralada por unos dedecillos temblorosos, apareció una bolita de papel con la que hizo el gesto de querer limpiar el parabrisas. Una bolita del tamaño de una canica grande. El sistema de limpieza, más que rudimentario, parecía inútil. A pesar de que la bolita estaba húmeda. Entonces pensé que aquello lo había inventado una cabeza infantil y sin recursos, una persona suficientemente sola como para no haber contrastado el sistema y como para no disponer de un sistema alternativo. Nadie le había dicho que con una bolita de papel no se puede limpiar un parabrisas entero y nadie le había proporcionado algo semejante, pongamos, uña balleta. Era el típico negocio que sale de la cabeza de un niño cuando quiere hacerse rico. Aunque en este caso había urgencia. Tampoco miraba con los ojos de un profesional, ni con los de un despabilado. Era la mirada ilusionada de alguien que confía en haber descubierto una industria importante. Quiero decir que no suplica ni pone caras, sino que pide confirmación a su descubrimiento con ese brillo especial de la pupila.
Mucho antes de sentir lástima o cualquier otro reblandecimiento de las vísceras, pensé que esa historia había que escribirla, que tenía argumento suficiente para comunicarla con gran éxito de mi parte. Estaba detrás el mundo de los niños explotados, abandonados, ateridos por un mundo regido por las leyes de la selva.
Sería una denuncia (no sé si Regué a frotarme las manos de satisfacción delante de la niña). Tenía, además, dinamita periodística: actualidad, inmediatez, catastrofismo, drama humano, Ramadas a la ternura universal. Puro tratamiento de choque para la mentalidad confortable de la clase media. Además, en historias como ésa se materializaba la auténtica función del escritor comprometido con su tiempo. Ya estaba bien de literatura blanda, de lirismos y de ecologismos. Expresaría además mi conciencia solidaria con los desheredados. Desnudaría a los hipócritas y amargaría el año nuevo a todo bicho viviente.
Me puse a escribir con ira el relato conmovedor. Veía la imagen magnífica de la niña con la mano congelada y la bolita de papel en la mano congelada. Me acordé de todos esos niños muertos que salen en las fotografías que ganan premios y que luego salen en las revistas, en un informe con las mejores fotografías del año. Las mejores fotografías tienen cuerpos destrozados y la mejor literatura escarba con su palito en la miseria. Allí estaba yo con mi palito, blandiéndolo como una espada. Qué asco, ¿verdad?
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