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Reportaje:RETRATO DE DOS CIUDADES

Los que llegan de fuera

París y Londres difieren en sus expresiones del lujo y el pudor

Lo que es cierto es que París siempre ha aceptado el talento exterior, como lo hicieron los pobladores de hace 6.000 años con los agricultores venidos del frío. Por lo que tiene de próximo a nosotros, tomo los nombres de los últimos escritores latinoamericanos editados con éxito en París: Bryce Echenique (Une leltre a Martin Romana, Ed. Climats), Eduardo Galeano (Le siècle du vent, Plon), José Emilio Pacheco (Tu mourras ailleurs, La Différence), Manuel Scorza (Garambombo I'invisible, Folio-Essais), Horacio Quiroga (Anaconda), Gerardo Marlo Goloboff (Chronique de la colombe, Actes-Sud) y Onello Jorge Cardoso (La seconde mort dun chat, Actes-Sud). Pero esto, como la venta masiva de la edición en italiano del Péndulo de Foucault, de Umberto Eco, es una especie de sobreimpresión de cultura curiosa: el continuum francés sigue actuando con mayor fuerza.

Por ejemplo, el aniversario de la llegada de un ratón inmigrante, Mickey Mouse, se celebra con alborozo; pero rápidamente se sobrepone el valor de otros personajes de lengua francesa, Asterix y Tintín, para los que son los mejores adjetivos. Como la buena Declaración de Derechos del Hombre es la francesa y no la de la independencia americana ni la de la ONU. Sobre todo porque los franceses señalaban la diferencia entre "el hombre y el ciudadano", entre el que tiene y no tiene droit de cité. Asterix lo tiene, Mickey no. El trabajador francés es ciudadano, el inmigrante no. La realidad es que se debe a un dominio permanente de la burguesía, o de la época en que Thlers convirtió la revolución popular en burguesa, y no se ha transformado más. A la burguesía le gusta mostrar que lo es.

La cultura en las joyas

Cae uno, agotado por la lluvia y la huelga, en el Grand Véfour -tres estrellas de Michelin y fama mundial-; el maître le acepta por caridad, aunque le impone un menú para no pertur bar demasiado a la cocina: sal món ahumado, timbale de langos ta con champiñón y soufflé -6.000 pesetas, porque uno es abstemio; auh así, bastante me nos que en un restaurante lujoso de Madrid o Barcelona: y otro cocinero- y, cuando se puede respirar y mirar discretamente alrededor, está uno rodeado de damas y caballeros luciendo oros y diamantes en donde pueden y hasta donde no pueden. Brillan tes, sobredorados. Y el guar darropa lleno de visón. Eso no pasa en Londres. En la media luna del Covent Garden, noche de estreno, se puede llevar esmoquin o traje largo, pero también una cazadora, un jersei, una ca misa sin corbata. El lujo está en el Moet-Chandon (brut imperial, naturalmente), al que nadie re nuncia (el barman se enfurece seca, fríamente, si se le pide coca cola o cerveza). Botellas y bote llas antes de empezar, y durante los dos descansos. Ninguna dama lleva joyas, más que si son diminutas, antiguas, familiares o tiene alguna otra razón que la justifique. Distinta manera de entender el comportamiento de las clases dominantes.Además, fuman; en el Covent Garden, como en cualquier otro teatro, como en todos los restaurantes y los hoteles. Esto me desconcierta, porque en un viaje anterior fumar no sólo estaba prohibido, residenciado a zonas inhóspitas, sino, mucho peor, considerado como una grosería. Pregunto por la evolución, y alguien me dice -quién sabe con qué razón- que ha sido una reacción frente a los excesos americanos en ese campo, y que finalmente se ha decidido que preocuparse públicamente por una minucia como la salud no es de buen tono. Y, a fin de cuentas, están también las libertades de los fumadores, y fumar es una tradición londinense. Sólo el Gobierno mantiene la prohibición en sus lugares públicos.

Los pudores son distintos en cada país: he visto en países musulmanes mujeres en biquini, hasta sin la parte superior, pero con el rostro tapado bajo los ojos: el pudor está en la boca. El pudor inglés está, por ejemplo, en no hablar demasiado de los preservativos, por la misma razón de que no hay que prestar demasiada atención a las enfermedades: se usan, naturalmente, pero es un acto íntimo. No necesita campaña. En Francia, en cambio, todo el plan que favorece su uso, minuciosamente estudiado, consiste en trivializarlo, en hablar con naturalidad, quitándole todo su posible carácter de vergonzoso o de inconfesable. El secreto de la campaña lanzada por el ministro de Sanidad está en emplear "palabras de todos los días", en sugerir del riesgo del SIDA pero sin dramatizar, en que sean las imágenes de mujeres las que solicitan. La frase para todos los anuncios: "Hoy, los preservativos preservan de todo, hasta del ridículo". Pero el ministro de Educación todavía duda, frente al de la Salud, de si estos anuncios se deben distribuir en los institutos de bachillerato y se han de instalar en ellos máquinas expendedoras. Un problema de Gobierno.

Un periodista inglés que viajaba por primera vez al continente se asomó, de madrugada, al puerto de Calais, donde llegaba su barco. Vio un cojo que andaba lentamente y escribió en su cuaderno: "Los franceses son cojos y pasean de madrugada por los muelles de los puertos". Puede que estas notas tengan esa misma estupidez de visión. Aunque sean ciudades de antiguo conocidas y vividas, el impresionismo del viaje domina. Influye el rayo de sol o la cortina de agua, las risas de tres paletos en un escaparate o el gruñido de un taxista cansado, la sonrisa de un maitre o la voz inimitable de una vendedora punk, coronada de un morrión de pelo negro y amarillo, en un Tower Records. La circunstancia. Por aquí se mueve la circunstancia, el vistazo: la nariz pegada a los escaparates de la cultura, sin penetrar más en ellos, el impromptu de los contrastes o el tropezón con una excepción cualquiera. La profundidad, claro, no está entre dos aviones.

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