España, una democracia por consolidar
Se veía venir. Durante semanas, ante la inminencia de una huelga general, se ha repetido desde el poder, pero también en instancias independientes, hasta qué punto una huelga general resultaba inadmisible y peligrosa. Se ha aludido al posible empleo de la violencia o a los antecedentes poco edificantes de otras huelgas generales en nuestra historia. Se ha recordado la peligrosa dialéctica de confrontación o la pérdida de millares de millones que siempre engendra un conflicto de esta naturaleza. Ahora, transcurrido el amargo trance huelguístico, parece haber una especie de peregrina unanimidad en la consideración de que lo sucedido no es otra cosa que la demostración, una vez más, de la enorme madurez del pueblo español. Parece, pues, que, como no hubo barricadas ni bombas, el estado de nuestra conciencia cívica es inmejorable. Mi interpretación es exactamente la contraria. Ni la violencia generalizada ni el apocalipsis social eran imaginables en la España de 1988, y ésa es la razón por la que ni se han producido ni ha existido la menor probabilidad de que tuvieran lugar, pero el mero hecho de que la huelga haya existido es una perfecta demostración de que hay algo muy serio que no funciona en el panorama de nuestra convivencia. La ausencia de violencia puede demostrar madurez, pero la huelga es una demostración de que la democracia española sencillamente no funciona como sería esperable y deseable. Para qué nos vamos a engañar; somos una democracia por consolidar.En teoría, lo sucedido ha sido un enfrentamiento entre un Gobierno autotitulado de izquierdas y unos sindicatos que también dicen serlo. El Gobierno tiene la mayoría absoluta ratificada por las encuestas en el mismo momento en que la huelga triunfaba de manera abrumadora. Ha acertado al considerar que no había perdido la mayoría por el hecho de que la huelga hubiera triunfado; ha hecho pésimamente en utilizar los procedimientos, entre chapuceros y grotescos, para convencemos a los ciudadanos de su absoluta maldad. Da la sensación creciente de que esté Gobierno no sólo utiliza formas abusivas de presión sobre los ciudadanos, sino que empieza a considerar como un engorro el tener que convencerlos, como si a estas alturas lo que se dice desde el poder, por el sólo hecho de ser propuesto desde él, debiera, sin más, ser aceptado. Esta forma de gobernar, unida a la flagrante carencia de una ética elemental (no ya pública) por parte de la clase dirigente, está convirtiendo a este Gobierno en un peligro nacional. Citemos un ejemplo: nadie duda a estas alturas que la Universidad debiera ver modificadas algunas de las disposiciones adoptadas en el inmediato pasado; pues bien, el señor Solana, que es consciente de esa realidad, juzga que no debe alterarla por el simple hecho de que su antecesor la propuso. El Gobierno debiera sacar la lección de lo poco que valen las mayorías parlamentarias en un país como el nuestro, pero lo más probable es que acabe reconfortándose con la evidencia de que no tiene adversario a la vista.
En un país en que el Gobierno es capaz de mantener a Pilar Miró en Televisión es posible que los sindicatos se crean que han ganado una huelga general. Convendría, por tanto, recordarles, precisamente en este momento, que, si han llegado a ella, la razón no es otra que la sensación de pitorreo y de marginación a la que les ha sometido el Gobierno; no se han lanzado a la huelga, sino que han sido empujados a ella. En vez de considerar como propios los millones de huelguistas tendrían que ver si, después de un acontecimiento como la huelga, están experimentando algún tipo de incremento en su afiliación. Como eso resulta improbable, más vale que sean conscientes de que la apariencia de triunfo se la deben a haber coincidido con una actitud de la mayoría social no necesariamente acorde con todos sus planteamientos, ni siquiera con la mayoría. Pero es improbable que los sindicatos piensen así; hartos de padecer la prepotencia del Gobierno, ahora vamos a tener que padecer la suya.
En el fondo, lo que ha sucedido en España el pasado día 14 no es sino un testimonio de la invertebración política y social del país. Empieza por ser muy característico el hecho de que una cierta derecha haya practicado lo que podría denominarse ,como el regocijo impotente: se alegra de que el Gobierno lo haya pasado mal en esta ocasión y nada le llena de mayor satisfacción que hayan sido obreros los que se manifestaran contra el Gobierno. El caso de esta derecha es superior en ceguera a la del Gobierno y los sindicatos porque tiene ahora, en el horizonte inmediato, una política económica probablemente mucho peor, y sobre su espalda, los costes del pacto previsible entre el Gobierno y las centrales. Como al primero le caracteriza más que la moderación el oportunismo, pactará; como el segundo es un sindicalismo minoritario y político, tratará, sobre todo, de ocupar parcelas de poder. Los que han practicado el regocijo impotente van a tener buenas dosis de lo segundo, pero van a ver desaparecer la totalidad del primero.
Con ser especialmente insensata esta última actitud, quizá es la que mejor describe la posición mayoritaria de la sociedad española. La democracia nos ha traído una peculiar forma de organizar el poder político, pero en cambio no parecemos haber comprendido la necesidad de un protagonismo consciente y cotidiano; por eso los sindicatos no tienen afiliación, los Gobiernos mayoritarios tienden a ser prepotentes, no existen instancias sociales independientes y respetadas que moderen al poder político y la vida colectiva es susceptible a cambios bruscos y cuyas consecuencias no se meditan seriamente. La madurez del pueblo español llega hasta la consideración de que el sistema democrático no es sólo el mejor, sino también, sencillamente, el más natural, pero, al parecer, no cuenta con la necesidad de vertebrar la sociedad.
Se ha convertido en clásica una interpretación de determinados movimientos sociales de protesta como producto de la mentalidad de los rebeldes primitivos. Éstos son los capaces de producir una conmoción instantánea y apocalíptica, pero no en cambio de la paciente acción transformadora de la sociedad. Quien primero esbozó esta teoría era un historiador marxista que con ella pretendía revelar las raíces más íntimas del comportamiento de los anarquistas. Uno tiene la tentación de que la invertebrada sociedad española reacciona ante el poder con buenas dosis de anarquismo. Soporta con paciencia filosófica un comportamiento gubernamental intolerable hasta que se rebela, pero después de hacerlo es perfectamente capaz de votar a ese Gobierno,
Si parece excesiva la comparación con el anarquismo, intentemos otra ya ensayada en nuestro inmediato pasado: como a comienzos de siglo, la actitud del español ante la política es la del aficionado taurino ante la faena que transcurre en el ruedo. Como advirtió Pérez de Ayala en Política y toros, el español se considera ante todo espectador, interesado pero distante, tanto de la política como de los toros. Lo lógico ante el poder político es la sumisión voluntaria o la resistencia inquebrantable, pero en España, entonces y ahora, parecemos no aceptar esta fórmula. Colectivamente, hemos sido débiles ante la autoridad política en los tiempos en que el cambio era una mística; ahora nos hemos permitido el pequeño lujo, en el fondo inocuo, de tratar con mofa y escarnio a un Gobierno cuyo comportamiento ha pasado ya de la raya. Pero en el fondo no se trata más que de un fenómeno de justicia impulsiva como esos otros tan habituales en los ruedos y de los que hablaba Pérez de Ayala, que pueden acabar con la petición de oreja del Gobierno o para el mismo, lo que es bastante distinto. Puestos a comparar, hasta resulta posible encontrar una semejanza entre ese "discutir interminablemente sobre cosas que no admiten discusión", característica del aficionado taurino, y lo que va a suceder con el resultado de la huelga. Vamos a tener infinitos comentadores y exegetas acerca de lo que ha querido manifestar el pueblo español con esta huelga, pero, como en el caso del referéndum sobre la OTAN, los motivos reales van a estar muy lejanos de las interpretaciones posteriores.
Decía Quevedo que hay en España muchas cosas que parecen existir y tener su ser, pero que no son más que un nombre o una apariencia. Tres siglos después, esta afirmación sigue teniendo su validez: disponemos de un Gobierno mayoritario, pero abrumadoramente vencido en la huelga general; unos sindicatos minúsculos, pero triunfantes, y una oposición que ni se opone ni, en el caso de que lo hiciera, tendría la menor relevancia. Como diría Santiago Carrillo, si esto es una democracia consolidada, que venga Dios y lo vea.
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