Ropa
Comprar ropa suponía antaño una decisión heroica en la mayoría de las familias españolas. La compra de ropa se planeaba con estrategia propia de una operación militar. Dependía de su importancia el número de miembros de la familia que acudían a la tienda. Por un traje iban todos a defender la causa, hasta los abuelos.Uno asumía la función de experto en telas y tomaba medidas precautorias: sopesaba el tejido, observaba el espesor de la urdimbre, analizaba la entretejedura, palpaba el apresto, estrujaba la pieza y luego la extendía sobre el mostrador con suaves tientos, para comprobar si quedaban arrugas. Aun así, a veces les daban estopilla por holanda o borra por lana, y era una tragedia.
Como la compra de ropa descalabraba el presupuesto familiar, antes se apuraban todos los remedios imaginables. Consistían en zurcir, tejer, parchear, volver del revés chaquetas, de manera que el bolsillo de la pechera unos inviernos iba a la izquierda, otros a la derecha. La economía y la dignidad familiar obligaban a cuidar los atavíos. Mientras amas de casa pasaban velas en minuciosas labores de aguja, postres y chocolates del ¡oro se ahorraban para mercar míseras galas, nadie podía sospechar que tiempo adelante sería moda vestir mondongo, y cuanto más mondongo, más a la moda.
Ese tiempo es ahora y viene felizmente aureolado de liberalidad. Sin embargo, la compra de ropa sigue siendo un descalabro al presupuesto familiar, pues aunque se llevan los monos, pingos, sayos y guiñapos que antaño usaba el peonaje irredento, cuestan el mismo mazo de pelas que si fueran librea. El género, fabricado para que se pele a las pocas posturas, no vale dos duros, pero la publicidad impone que valga la marca, y eso es lo que se paga, para exhibirlo sobre el body.
Calidad, ética y estética han de ser lo que dicte la comedura de coco. Los comedores de coco lo mismo venden por prenda una etiqueta pegada a un trapo, por canción berrido, por líder un dicharachero con cabeza de chorlito.
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