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La ciudadela sitiada

Las tensiones acumuladas durante seis años de poder por la militancia socialista -afectiva y organizativamente repartida hasta la fecha entre el PSOE y la UGT- se han disparado violentamente con la convocatoria de la huelga general. Nada más estridente que una riña de familia ni más peligroso que la tentativa de mediar en esas peleas domésticas donde cada parte cuenta las historias favorecedoras de su imagen victimista y omite los episodios desmerecedores de su conducta. Tanto la acusación de UGT de que el Gobierno se propondría echar de sus empleos estables a los trabajadores adultos para sustituirlos por mano de obra joven, precaria y barata, como las denuncias del PSOE encaminadas a mostrar que las centrales sindicales desean impedir, por egoísmos gremialistas, cualquier medida sensata para reducir el paro juvenil, suenan tan improbablemente verosímiles como las versiones opuestas de una pareja recién separada sobre sus conflictos.Un relato de Stefan Zweig narra el drama de un jugador de ajedrez que bordea la locura por su irrefrenable tendencia a sustituir la estrategia real del adversario por otra disposición de las piezas en el tablero, dictada por su propia imaginación. Algo de esa mala relación con la realidad se percibe en la cólera que suele dominar a los socialistas cuando sus contrincantes realizan un movimiento inesperado de las fichas -la abstención de AP en el referéndum de la OTAN o el llamamiento a la huelga general de UGT- con cuya posibilidad no contaban.

Tal vez por obra del mecanismo freudiano de la compulsión de repetición, los militantes del PSOE parecen inclinados a adoptar ante el 14-13 la misma actitud de combatientes sitiados que asumieron -aquella vez con motivo- en vísperas de la consulta sobre la Alianza Atlántica. Sin embargo, la actual política de respuesta numantina a la supuesta tenaza formada por la derecha y por la izquierda (una estrategia que guardaría en la santabárbara de la imaginaria ciudadela asediada el arma secreta de las elecciones anticipadas) parece corresponderse escasamente con los hechos. El tibio oportunismo de algunos dirigentes de Alianza Popular y del CDS ya lo pagarán sus partidos cuando les toque el turno de gobernar con unas centrales sindicales legitimadas desde ahora por conservadores y centristas para desencadenar huelgas generales contra leyes parlamentarias. De otra parte, las movilizaciones convocadas por UGT y CC OO no necesitarían la colaboración de los empresarios -de la que, por lo demás, no disponen- para ser llevadas a cabo.

Posiblemente los muñidores más eficaces de la huelga convocada para el 14-D sean precisamente el Gobierno y su partido. Se diría que los platos rotos en la bronca entre los socialistas del PSOE y los socialistas de UGT terminarán siendo pagados por los espectadores, al igual que ocurre cuando alguien recibe las bofetadas perdidas en un corrillo callejero donde dos automovilistas recién chocados dirimen sus diferencias. Resulta cómico, por ejemplo, que Butragueño y Michel se hayan convertido en el inesperado objeto de la ira -risible pero demagógica- de José María Benegas, un Peter Pan político que no ha conseguido dejar de ser txiki pero que puede terminar en txotxolo.

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Los socialistas llegaron al poder en buena medida gracias a su sensibilidad para sintonizar con las mentalidades y las preferencias de los españoles. La imagen actual del PSOE, sin embargo, refleja el ceño fruncido y el gesto crispado de unos goberrnantes que se creen salvadores de la patria y que sólo dejan de asestar aburridas lecciones de economía a los ciudadanos para regañarles por díscolos, individualistas o derrochadores. le está formando así un circuito de retroalimentación cuyos efectos son que los esfuerzos -malhumorados y amenazadores- del Gobierno y del PSOE para desactivar la huelga, incluidas sus torpes premoniciones sobre desórdenes callejeros, sólo consiguen fomentarla.

Las críticas a los comportamientos del Gobierno a propósito de desafío sindical no implican necesariamente un juicio favorable sobre la convocatoria de la huelga general, arma cuya evidente desproporción respecto de los objetivos propuestos podría aumentar todavía más si el 14-D fuese un día violento. Parece improbable, asimismo, que la actual política económica tenga una alternativa que garantice simultáneamente -como pretenden las centrales- tasas sustancialmente mayores o de empleo, seguridad en el puesto de trabajo, acceso de los jóvenes al mercado laboral, aumento de los salarios reales de la población ocupada, cobertura más elevada de los parados, mejores servicios públicos y redistribución de la renta en favor le los desfavorecidos y marginados. Y es cierto que el desparpajo arbitrista de algunos dirigentes sindicales al hablar de economía produce una zozobra sólo comparable con la perplejidad suscitada por las revoluciunarias invitaciones doctrinarias del vicepresidente del Gobierno a que banqueros y multinacionales bajen los precios para moderar así los beneficios empresariales y hacer innecesarias las subidas salariales de los trabajadores. Ahora bien, el descontento contra el Gobierno, canalizado mediante los llamamientos a la huelga general, no procede sólo de las necesidades económicas insatisfechas, sino que también hunde sus raíces en las zonas profundas de la política donde habitan las actitudes, las expectativas y los valores. Salidos del franquismo en clara desventaja de imagen y organización respecto a los comunistas, los socialistas integraron en su proyecto a dirigentes de organizaciones revolucionarlas que habían luchado contra la dictadura.

Entre 1977 y 1982, el éxito político y sindical de esa estrategia -los votos del PSOE y el crecimiento de UGT- fue impresionante. La cooptación de dirigentes de izquierda por los socialistas se hizo luego extensiva a cuadros del PCE y de Comisiones Obreras que habían hecho su aprendizaje político con Santiago Carrillo. A esos militantes nadie les pidió autocríticas ni rupturas culposas con el pasado, tal vez por la difusa conciencia de que las diferentes formaciones de la izquierda procedían de una misma cultura.

La actual disputa del PSOE con UGT, reforzada a veces con incursiones en la concepción conspirativa de la historia, parece desbordar las fronteras de ese ámbito común formado por valores políticos y morales compartidos. A nadie le puede extrañar que los comunistas intenten recuperar parte del espacio perdido desde 1979 y que el PSOE trate de impedírselo. Pero ya resulta menos comprensible que, lanzado a esa tarea, el Gobierno socialista saque los esqueletos de los armarios o rompa los puentes con los sindicatos, violentando a sus afiliados con innecesarios y desgarradores dilemas.

Felipe González ha dicho que no está dispuesto a adoptar decisiones irracionales de política económica para contentar a los sindicatos. No es tan sencillo, sin embargo, conocer a ciencia cierta la neta divisoria entre la demencia y la cordura, o entre el acierto y el error, cuando la política anda por medio. El poder siempre corre el peligro de llevar tan lejos sus propias certezas que el resultado sea una razón que produzca monstruos en sus sueños. En situaciones tan inciertas como las actuales, quizá los ciudadanos tironeados por lealtades contrapuestas prefirieran del poder conductas materialmente razonables guiadas por la flexibilidad y un moderado escepticismo antes que comportamientos formalmente racionales dominados por la rigidez y un cierto fanatismo.

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