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Ni rojos ni azules

Antonio Elorza

Esos modernos augurios que son las encuestas parecían pronosticar un fin de año tranquilo. El bache del Mystère quedó atrás y el PSOE se enseñoreaba otra vez de nuestro desierto político, sin que tuvieran que preocuparle la opción personal de Suárez o la levísima recuperación de Izquierda Unida. Además, Alianza Popular entraba en caída libre, con crisis de dirección incluida. Sus diseñadores de estrategia electoral podían así actuar con pleno sosiego, midiendo los pros y contras de agotar los plazos legales o de aprovechar el momento de apoteosis con la presidencia de la Comunidad Europea. Un sereno dominio ejercido por el Gobierno de Felipe González sobre la escena política era el signo de los tiempos, aunque fuera necesario sortear escándalos y corrupciones. Incluso, como en el caso Miró, el Ejecutivo mostraba a los ojos de todos su firmeza, decretando un "pase lo que pase, aquí nunca pasa nada".La reacción sindical frente al proyecto de ley sobre el empleo juvenil ha acabado repentinamente con la situación de calma. Aún no está claro el alcance de la movilización explicativa del PSOE, pero ya sus preliminares a cargo de los voceros del Gobierno dan cuenta del dramatismo que asignan a la situación. No se sabe bien si es porque así lo sienten o porque aspiran a dar el golpe definitivo a la UGT. Algunos llegan a invocar el fantasma del clase contra clase y de esos años treinta a los que no hay que volver. Otros, de cabeza más asentada, se sirven de complejos esquemas en torno a la negatividad del predominio de los sindicatos sobre los partidos para ensalzarlo bien que le va a España por el camino del crecimiento en flecha de los beneficios empresariales y de la creación de innumerables puestos de trabajo. En este sentido, el principal hallazgo corresponde a Fernando Claudín, quien, para refutar el leninismo (sic) del tándem CC OO-PCE, descubre un giro social en la política del Gobierno, tal vez a partir de los discursos y declaraciones del ministro Solchaga. Por fin, los más batallones, y en primer plano el presidente González, tiran por la directa a la desautorización del adversario. La UGT sería un simple compañero de viaje de los taimados comunistas, y nada menos que en las estrellas se estaría produciendo un desplazamiento hacia el rojo. El azul es sugerido por añadidura en la poco atinada alusión al nacional sindicalismo. Estamos, pues, ante una declaración más propia de unas divagaciones en El perro verde que de la valoración de una crisis política, pero de cualquier modo ilustrativa de las formas de reacción de nuestro Gobierno cuando ha de afrontar un conflicto que juzga amenazador.

Como consecuencia, cabe esperar que las explicaciones se articulen en torno a un eje bipolar. De un lado, como polo negativo, la satanización de una huelga política fruto de la conspiración anti-PSOE de los comunistas, con la complicidad inconsciente de UGT. La caracterización de "política" relega a segundo plano el tema del PEJ y sus consecuencias sobre el mercado de trabajo. De otro, el polo positivo de la concertación, ofrecida al parecer desde tiempo atrás por el Gobierno y a la que los sindicatos habrían permanecido sordos (recurso a la captación de la propuesta ugetista tantas veces desoída). Ningún ejemplo mejor, dicen, que la reciente oferta de hablarlo todo sobre el empleo. En el tintero queda que el Proyecto de Empleo Juvenil era un hecho consumado, A partir de ahí, y una vez endosada la piel de cordero, cabe lanzar la ofensiva antisindical. Claro que todo esto resulta incomprensible, especialmente por lo que toca a la actitud frente a UGT, si no tenemos en cuenta la política del Gobierno en los últimos tiempos. A falta de este dato, nadie podría entender la' última apuesta de Felipe: González -porque, no hay que olvidarlo, el trágala del PEJ es el origen del conflicto, y no lo impuso ningún infiltrado comunista-, en la que todos tienen, y tenemos, mucho que perder.

De nuevo, como en el caso Miró, los movimientos migratorios de ex ministros hacia el mundo de las opas o los obstáculos a la investigación sobre los GAL, más que cada episodio en sí empieza a contar la cuestión central de hasta qué punto los contenidos y modos de la acción de gobierno de Felipe González están afectando ya al contenido de nuestra democracia. Obviamente, resulta lícito ejercer la gestión de un sistema político desde supuestos liberal-conservadores, apostando por un desarrollo capitalista salvaje y evitando la enojosa tarea de renovar-desguazar un amplio sector del aparato de Estado, como en nuestro caso el dependiente del Ministerio del Interior. En el Reino Unido, Maggie no engaña a nadie; lo que ya encierra el germen de muchas perversiones es gobernar como Thatcher y querer la imagen de Willy Brandt. No es, por otra parte, una pretensión ingenua, ya que el PSOE descansa aún sociológicamente sobre un voto de izquierda. De ahí que el Gobierno de González se vea forzado a mantener su legitimidad progresista mediante una despiadada manipulación de su propio discurso y de los medios de comunicación que controla, RTVE en primer término. Y que para sobrevolar las propias contradicciones tienda a evitar todo control, aunque éste resulte consustancial al régimen democrático, impidiendo la aparición de instancias compensatorias o críticas en el seno de lo que considera su reserva política.

Por esta vía se entiende el no a la política de concertación ofrecida desde UGT, mientras que en el primer aspecto se incluirían el rechazo del control parlamentario (en una democracia, éste no puede estar sometido exclusivamente a la buena voluntad de la mayoría, por lo demás aquí), así como la pretensión de crear un coto para la razón de Estado de donde quedaría eliminada la actuación del poder judicial. Al seguir esa trayectoria, el poder acaba encerrándose en sí mismo y considerando la gestión pública desde una perspectiva patrimonial, asentada en las expectativas favorables de continuidad tras futuras elecciones. De aquí la triple secuela de autosuficiencia en las actitudes, distanciamiento de los ciudadanos y creciente corrupción. Hay que decir que nada de esto figuraba en los propósitos iniciales de nuestros gobernantes de hoy, pero cualquier régimen democrático es susceptible de ese tipo de derivas -pensemos en la Italia del Sur-, desde luego en nada compatibles con el modelo de democracia participativa contenido en la Constitución*.

Por eso las formas son casi tan importantes como el fondo a la hora de valorar el tema que ahora preocupa a todos. Y conviene recordar que el Ejecutivo rehusó la discusión con los sindicatos sobre su proyecto de ley, y ahora, al defenderlo, olvida cuidadosamente introducir en su discurso lo que aquél implica de desestructuración del mercado de trabajo. Ciertamente, es más fácil desautorizar a los sindicatos y colgar el sambenito del seguidismo sobre UGT. Pero ello constituye de por sí un claro signo de una política cuyas pretensiones de entendimiento se ciñen al capital financiero y a la patronal. La decisiva OPA tiene su origen en estos sectores y parece haber concluido con la absorción del PSOE. Está, pues, en juego algo más que una ley. Si el Gobierno se impone por el camino emprendido tras el 14 de diciembre, cabrá parafrasear el primer artículo de la Constitución de 1931 y declarar que España es un país de burgueses y especuladores de todas clases. Los demás dejarían de contar, -salvo en el momento de depositar el voto. Claro que a la derecha española nunca le preocuparon demasiado los mecanismos de integración de las capas populares en el proyecto nacional. Lo grave es que este proceso tenga lugar bajo un Gobierno de siglas socialistas.

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