Utopías
En Madrid va a reunirse, con toda discreción, un coloquio literario dedicado a la utopía. Utopía significa, como su nombre indica, lo que no tiene lugar, y lo mismo pudiera indicar lo que no tiene cabeza, habida cuenta de que el inventor de la idea y la palabra, Tomás Moro, murió decapitado. Alguien me dice que los utopistas, por una razón o por otra, son gente que suele morir asesinada. A pesar de lo que significa utopía, los participantes en este coloquio han encontrado para reunirse un lugar de suyo tan agradable como la Casa de Velázquez, en Moncloa. Es de esperar que tras los debates y conclusiones logren conservar la cabeza sobre los hombros.Sartre opinaba que el infierno son los demás los que decapitan. Es posible que la utopía, el proyecto más ambicioso de felicidad, seamos nosotros mismos. La inspiración es un prodigio de coincidencias. Por distracción, perdido el recuerdo en las utopías de mi adolescencia, he estado a punto de caerme por las escaleras. Ello me ha hecho pensar de forma inmediata que hace unas semanas se cumplió el primer aniversario de la catástrofe financiera de Wall Strect. Unos dirán que esto es megalomanía, y que un tropezón mío no equivale a grandes masas de títulos y acciones en plena deflación. Otros admitirán que los caminos que recorre el pensamiento son inescrutables, y también pueden llevar del accidente doméstico a una meditación sobre el cataclismo del mundo occidental.
A una catástrofe financiera se le llama un crash. Para los especuladores, el sonido crash, explosivo y palatal, dicho así, sin avisar y por la espalda, es una broma de muy mal augurio. Una persona rodando escaleras abajo emite ruidos confusos y onomatopeyas agresivas. Reunir el crash del especulador y los razonamientos de un hombre que aterriza involuntariamente en la planta baja puede equivaler a un análisis de mercado. Transcurridos los primeros momentos de estupor, ambos personajes se levantan, se sacuden la ropa, se palpan los huesos y la cartera y se van a tomar una copa diciendo aquí no ha pasado nada.
Ése ha sido el caso con el presunto hundimiento de la bolsa. Ni yo me he roto un pie ni la bolsa se ha reducido a escombros y el papel financiero a confeti. Se desmintieron las profecías de apocalipsis y, un año después de la amenaza, los índices económicos de los países ricos navegan con brisa favorable.
Los índices económicos de los países pobres, no. Pero ése es otro asunto. Los dirigentes de diversas instituciones monetarias internacionales se empeñan en convencernos de que, efectivamente, ése es otro asunto. Un economista implacable y sin duda acaudalado, expuso la teoría de la locomotora, o del tren de desarrollo. Según él, de nada les sirve a los países pobres que los países ricos sean pobres también. Yo lo he oído decir así de claro en la televisión francesa. Tanto desparpajo indica que detrás de un buen profesional también puede esconderse un cínico. Yo me sospecho que los países ricos son ricos precisamente porque los países pobres no lo son. Pero ante la declaración contraria por parte de un experto, el espectador desprevenido, bien instalado en el sofá, con la cerveza en la mano, no sabe reaccionar. El cielo, más advertido y de reprobaciones fulgurantes debió, como es su obligación, castigar al poco caritativo especialista transformándole sobre el plató en materia prima; por ejemplo, en estatua de sal. Pero parece que las maldiciones bíblicas ya no son aplicables a emisiones en directo y a cuestiones de comercio internacional y del mundo de los negocios El banco del Espíritu Santo otorga bula.
Procedente de otras áreas geográficas y de otras creencias, participaba también en el deba te un economista negro y respondón. Llegaba de Abiyán, la capital de Costa de Marfil. Costa de Marfil es uno de los pocos países africanos que, tras la independencia, han tenido la deferencia de conservar el nombre impuesto por el colonizador. Ello me procura, con sólo evocarlo, vagos sueños de lectura infantiles, aventuras de exploradores, cementerios de elefantes negros, porteadores cargados de impedimenta y de colmillos. Deduciéndolo de aquellos libros, uno podía suponer que la fuente de divisas de Costa de Marfil era la manufactura de bolas de billar, pero no es el caso. El producto nacional de Costa de Marfil es el cacao. Unos países exportan petróleo, y Costa de Marfil exporta cacao. Pero el economista negro tuvo a bien señalar que el gráfico de la cotización de esta materia prima en la Bolsa de Londres guarda un escalofriante parecido con el encefalograma de un loco. Con el cacao se fabrica mayormente chocolate. Evidentemente, el economista blanco no podía aducir que el consumo de chocolate de los niños occidentales sufría esos dementes altibajos. Convinieron en que algo distorsionaba el mercado. La conversación se adentró por una selva de precisiones técnicas, árboles cargados de porcentajes, inflorescencias fétidas de la especulación, pantanales de créditos y deudas, reptiles e intermediarios, pero yo no seguí esa confusa caravana. Mi atención se vio desplazada hacia esa curiosa imagen clínica del libre mercado de materias primas.
Nuestro sistema de bienestar, nuestra utopía de café, azúcar y chocolate, se fragua en los cerebros de ambiciosos alienados que persisten en guardar las apariencias científicas de la normalidad social. Si el encefalograma de un loco refleja las variaciones del mercado libre, las economías de mercado dirigido, las constantes vitales de un plan quinquenal, encuentran su triste diapasón en el encefalograma de un hombre en estado comatoso. Ya no sé qué pensar.
Cuando yo era adolescente, todavía circulaban proyectos de utopía que ahora corren el riesgo de hacerme rodar por la escalera. Luego nos quedamos sin utopía personal y con el infierno ajeno. Sin duda, uno debiera conformarse, lo mismo que los asistentes al coloquio, con la utopía literaria. La historia es el terreno de maniobras de los jugadores de bolsa y de los dementes. Y de los militares, llegado el caso y a falta de otros argumentos.
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