La derrota de Sarney
LAS ELECCIONES municipales en Brasil han supuesto un terremoto político no sólo porque el presidente Samey y el partido con mayoría absoluta en el Congreso -el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB)- han sufrido una derrota aplastante, sino porque los triunfadores han sido dos partidos de izquierda: el Partido de los Trabajadores (PT), de orientación socialista de izquierda y cuyo presidente, Luiz Ignacio Lula da Silva, se apoya en los medios obreros radicalizados, y el Partido Democrático Trabalhista (PDT), encabezado por un líder carismático, Leonel Brizola, cuyos lemas populistas recogen los anhelos de cambio.Las urnas han sacado a la luz el dramatismo de una crisis que provoca tremendas desigualdades cada vez más insoportables. En la raíz de lo ocurrido está el fracaso de la política económica de José Sarney, que al ocupar la presidencia, en 1985, no supo abordar los problemas estructurales legados por la dictadura militar. Si el "plan cruzado" de saneamiento económico le dio un período de popularidad -reflejada en el triunfo del PMDB en las elecciones de 1986-, desde 1987 la inflación se ha disparado hasta alcanzar casi el 1.000% anual, con el consiguiente hundimiento del poder adquisitivo de los salarios y la creación de un clima general de desesperanza.
En Brasil hoy todo es incertidumbre. La caída de las bolsas refleja el temor de los medios financieros ante el peso político alcanzado por la izquierda radical. Las alcaldías de las principales ciudades -más de 15 millones de habitantes en Sao Paulo y más de 10 en Río de Janeiro, ganadas, respectivamente, por los candidatos del PT y del PDT- representan cuotas de poder considerables. La derrota electoral ha desatado en el seno del PMDB agudos conflictos internos; se acentúa en su seno la tendencia encarnada por el presidente del Congreso y segunda personalidad del Estado, Ulysses Guimaraes, a alejarse del Gobierno y cargar sobre Sarney las culpas del desastre. Pero la enseñanza de las elecciones va más lejos de un simple disgusto con el Gobierno: se rechaza a un partido que, enquistado en un sistema de poder heredado de la etapa de los militares, no ha sido capaz de imponer las reformas más apremiantes.
El centro de la vida política brasileña girará a partir de ahora en torno a la preparación de las elecciones presidenciales, que se celebrarán dentro de un año. El país va a conocer hasta entonces un período delicado, con problemas gravísimos y con un presidente y un Gobierno descalificados por el voto ciudadano. Ante las huelgas en los sectores siderúrgico y petrolero, Sarney se inclinó por la fuerza, lo que provocó la intervención de los militares en Volta Redonda con un saldo de tres huelguistas muertos. Tal actitud acrecienta el peligro de injerencias militares, sin aportar nada positivo en la resolución de los problemas. Por otra parte, los nuevos alcaldes de izquierda van a tener dificultades gigantescas para responder a la esperanza puesta en ellos. Los municipios de Sao Paulo y Río están en bancarrota y las autoridades superiores harán todo lo posible para que la izquierda fracase y no pueda utilizar su éxito en las municipales como trampolín presidencial. Una tensión que potencia la polarización social y política, proceso que no favorece la consolidación democrática.
El retorno de Brasil -uno de los gigantes del mundo- a la democracia en 1985 fue un paso decisivo para el conjunto de América Latina. Es precisamente por su carácter ejemplar por lo que resultan aún más preocupantes los rebrotes de unos virus que han causado tanto daño: la carencia de unas políticas reformistas y realistas que permitan corregir unas estructuras básicamente injustas, y la propensión hacia movimientos populistas que logran gigantescas mareas de apoyo, pero que acaban en fracasos económicos y políticos. La nueva Constitución permite escapar a ese círculo vicioso. Pero su eficacia depende de la acción de las fuerzas políticas.
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