El final en directo
En la plaza de Chueca hay gente que se sienta al sol y se clava una jeringuilla con la misma tranquilidad con que se tomaría un vermú. En la jeringuilla no hay penicilina. La tranquilidad tiene que ver con la indiferencia del marco hacia lo que está sucediendo allí, la indiferencia de los viandantes, los tenderos o los policías. No con el gesto de los que se hieren el antebrazo, que es un gesto, como cualquiera puede suponer, y del que conviene hacer menos literatura de la que se suele para darle dramatismo a la composición. Esa forma de hacerse daño en la calle, pero también la insensibilidad de lo que rodea el daño, es espectacular, una forma de comunicación. Es tan poco real como el montaje de una escena, pero es mucho más real que un simple documento: hay interpretación, además de exactitud.En el acto de inocularse la muerte hay una evidente consciencia de que eso no le importa a ninguno de los que pasan. Matarse delante de la gente sin que la gente mueva un músculo es una prueba de que esa muerte tiene un sentido. Si es verdad que la drogadicción es un resultado extremo de la soledad, de la impotencia o de la falta de fuerza, entre otras marcas sociales, entonces está claro que el decorado refleja verdaderamente lo que sucede. Mientras te clavas la jeringuilla, en medio de una plaza de transeúntes que bostezan, de muestras por qué te la clavas. Por ese lado, lo que ocurre en Chueca se ajusta a la realidad profunda. Me mato porque estoy solo y sigo estando solo mientras me matoOtro pensamiento merece la distancia impuesta por el observador, por ejemplo, la forma en que el caminante da un imperceptible e inútil rodeo cuando cerca de su trayecto se desarrolla una de las escenas. Muchas veces el rodeo es tan ostentoso que se convierte en una reprobación Ése es el único caso en que el observador manifiesta un punto de vista sobre el acontecimiento Pero en la mayoría de las ocasiones no pasa de ser una simple esquiva, hecha con la cadera o con un giro del cuello, igual que cuan do uno se aproxima al excremento de un perro. Se trata de no pisarlo, de no ensuciarse con él.Visto así, se puede pensar en una especie de miedo al contagio La mirada tiene el mismo tacto que cualquier otro sentido y toca aquello en lo que se posa. Con el desvío de los ojos se evita entrar en relación con el mal. Y se evita también la culpa posterior de haber establecido un mínimo lazo con el peligro. Además, la fascinación tiene un alto componente visual, entra por los ojos para concebir la imagen que persistirá después. Aparte de la predisposición de cada uno, está claro que la fuerza de las imágenes puede provocar efectos inesperadosComo el deseo de protagonizar las. Pero el miedo al contagio puede explicar demasiadas cosas sin identificar ninguna. Eso también pasa con el virus de la gripe y todos admiten que es mejor eludirlo. Hay otros miedos.
Creo que la relación entre los espectadores y el espectáculo de gente autoeliminándose tiene que ver más con el efecto sorpresa. Una cultura que se ha apoyado históricamente en la reclusión como método para ocultar las desviaciones, la inquietud o la oscuridad que hay detrás de todo modelo de orden, ha dejado escapar por una de las grietas un elemento desintegrador. Que al público se le ofrezca ese elemento desnudo en medio de una plaza, sin ninguna clase de advertencia o preparación, manifestando la miseria humana, la destrucción y la fragilidad de la vida no deja de ser una sorpresa que afecta a la visión del mundo. Los locos suelen vivir en manicomios, los enfermos están recluidos en hospitales, los delincuentes habitan las cárceles, y la muerte tiene su recinto aparte en el lecho doméstico o en la clínica, amparada tras sus ritos y visible tan sólo para los implicados. La gente no proclama su enfermedad en una plaza ni agoniza en las aceras. Hay sitios para ello, sitios ocultos. Nadie entendería que esos acontecimientos que ponen en duda el sentido de las cosas y su aparente fortaleza, salieran un día a las calles como testigos de la verdad. No es de extrañar un sentimiento de sorpresa ante la figura de alguien que se mata en silencio y en directo. Nadie quiere verlo. Se actúa como si no existiera, porque no ha existido de esa manera durante siglos o nunca. Y el miedo último es pensar que el mundo ha cambiado tanto que a partir de ahora, en medio de la ciudad, se nos ofrecerá el revés oscuro de las cosas como simple espectáculo del destino. Más vale no mirar.
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