40 años después
CON ALGO más de 40 años de retraso, el Estado árabe previsto en la partición de Palestina, acordada por las Naciones Unidas en 1947, vio la luz ayer en Argel. Un Estado, por el momento, sin límites fronterizos y sin Gobierno, pero que no está llamado a constituir una simple realidad simbólica. El Estado que ahora nace -cuya aceptación en su día por los países árabes de la región hubiera ahorrado probablemente muchas guerrasconstituye no tanto la culminación de una vieja aspiración histórica, sino que responde más bien a dos imperativos del momento actual: la voluntad del pueblopalestino que vive en su tierra y la necesidad de consolidar y ensanchar las bases para un tratamiento del problema palestino en el plano internacional, susceptible de desembocar en una negociación.La intifada, el levantamiento del pueblo palestino en los territorios ocupados por Israel -que continúa después de un año de sangrienta represión-, es el factor decisivo que ha cambiado los términos básicos de la cuestión palestina. No cabe prueba más definitiva del fracaso político de Israel en dichos territorios. La presencia militar israelí es hoy una realidad, violenta y trágica, pero por ello mismo sin futuro. La intifada evidencia, en mayor medida que una imposible consulta electoral, la voluntad de los palestinos de tener su Estado nacional; las otras alternativas se han difuminado. El rey Hussein asumió esa realidad al romper, el verano pasado, los lazos legales y administrativos con la CisJordania ocupada. Desde ese momento, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) no tenía otra alternativa que proclamar el Estado palestino si no quería quedar cortada del movimiento popular que más eficazmente ha mostrado al mundo la actualidad de la causa palestina.
Pero esa proclamación podía hacerse de diversas formas. Y lo que destaca de la reunión de Argel es que Arafat, derrotando las tendencias extremistas, ha situado el nacimiento del nuevo Estado en un marco que implica la aceptación de las principales condiciones exigidas por Europa y EE UU para la convocatoria de una conferencia internacional patrocinada por la ONU. El punto decisivo es la aceptación de las resoluciones 242 y 338 de la ONU, lo que supone reconocer a Israel y su derecho a tener fronteras seguras. Otros puntos de la resolución de Argel son asimismo muy significativos, como el rechazo del terrorismo "en todas sus forrnas" y la propuesta de que los territorios ocupados sean colocados, durante un período transitorio, bajo el control de fuerzas de la ONU.
La OLP ha dulcificado su política en un momento en el que se va imponiendo en el mundo la solución negociada de los conflictos regionales. Pero en la crisis de Oriente Próximo, Israel es un factor decisivo y su actitud no da pie a ningún optimismo. No sólo su reacción oficial ha sido una negativa rotunda a reconocer los cambios en la OLP, sino que Shamir, que va a constituir el nuevo Gobierno, preconiza un reforzarniento de las medidas contra el movimiento palestino. En términos generales, hay que reconocer que en Israel sólo minorías reducidas admiten hoy la posibilidad de vivir en paz con un Estado palestino vecino; entre la gran mayoría reina una desconfianza total. Para que una vía negociadora se abra camino es fundamental que una fuerte presión intemacional introduzca en la posición israelí las dosis indispensables de realismo y flexibilidad.
En ese orden, la decisión de Argel otorga a los países europeos nuevas cartas para preparar la convocatoria de una conferencia internacional patrocinada por la ONU. Si la Comunidad Europea logra concertar una posición común constructiva en ese sentido -como de sea España-, a la nueva Administración norteamerica na le será más difícil negarse a aceptar el papel que co rresponde a la OLP, una vez que ésta ha reconocido implícitamente el derecho de Israel a existir y ha renun ciado a las armas como método de lucha.
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