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La última interpretación de Cristo

Anoche fui al "cine de las sábanas blancas", como decíamos en broma cuando yo era niño. Es decir, que soñaba. Y en el cine de los sueños soñaba que iba al cine a ver un filme sobre Pablo Iglesias, el fundador del PSOE y de la UGT. Era una interpretación de su vida no solamente libre, sino hasta falseada. Aquel gran hombre aparecía como un hipócrita, en realidad vendido al capitalismo y a la burguesía, llevando una vida privada lujosa y opulenta y haciendo bajo cuerda negocios sucios con los que engrosaba escandalosamente sus cuentas corrientes en Suiza.Sobre este filme se promovió en mi sueño una gran polémica. Unos decían que la libertad de creación y de opinión era un derecho democrático, defendido por la Constitución, mientras que otros, en especial los socialistas y los ugetistas, respondían que no hay ningún derecho a falsificar la realidad histórica y que, por otra parte, también era un derecho democrático y constitucional manifestar públicamente su desacuerdo frente a otras opiniones divergentes. ¡Porque algunos acusaban al PSOE y a la UGT de intolerancia, a causa de sus protestas ... !

Parece inevitable entrar en la mêlée, en la movida que se ha movido con ocasión del filme de Scorsese La última tentación de Cristo. El debate ha saltado de las pantallas cinematográficas, como el protagonista de aquella deliciosa película de Woody Allen La rosa púrpura de El Cairo, y se ha extrapolado hasta el campo de la antropología, de la filosofía, de la teología, y la cristología. Ya no se trata solamente de opinar sobre los valores artísticos de una obra de arte, sino también de la figura histórica de Jesús de Nazaret y su misterio; de su irrenunciable humanidad y de su pretendida divinidad.

En este sentido, los cristianos no podemos estar de acuerdo con la versión de Kazantzakis-Scorsese. No porque a nosotros nos guste o nos disguste que Jesús tuviera o no ciertas cualidades, límites o defectos, tendencias o tentaciones, sino porque simplemente no responden a la verdad de las fuentes. Siempre cabe cierta dosis de interpretación de una figura histórica, completando y rellenando los vacíos que hayan dejado los testimonios escritos, con tal de que responda a la línea y orientación fundamental del biografiado, de su talante y de su espíritu, de acuerdo con los datos firmes que se conserven de su vida.

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No parece que sea éste el caso del filme de Scorsese, como no lo es el del libro de Kazantzakis. Aunque lo principal en el cine sea la imagen y el ritmo, también tiene su importancia el guión, especialmente en un asunto como éste. Además, es el aspecto más fácilmente comunicable y transferible y, por tanto, opinable para aquellos que no hemos visto el filme.

En el filme de Scorsese, Jesús se acusa a sí mismo, se arrepiente, duda de sí, desconoce su misión. No aparece su conciencia mesiánica o aparece muy, desdibujada. Es colaboracionista con los romanos. Él, que no solamente se presentó como el Maestro de la verdad, sino como la Verdad en persona, y proclamó que nadie podía acusarle de pecado, se llama a sí mismo mentiroso e hipócrita; habiendo luchado siempre con los espíritus del mal hasta la muerte, llega a decir que tiene dentro a Satanás. Provoca a Judas incitándole a que le traicione, buscando así su propia muerte, y no aparece ni rastro de la resurrección.

Todos estos aspectos no solamente no están fundados en las fuentes, sino que están en contradicción con los datos de los evangelios, los cuales, con sus cuatro versiones, y aun dentro del género literario de cada uno, nos dan en conjunto unos rasgos sustancialmente históricos y fidedignos de la vida y de la predicación de Jesús, al que se nos presenta como un hombre plenamente humano, sí; capaz de crecer y de caminar, de aprender y madurar, de ser tentado y de luchar, pero no de pecado ni de error, no de infidelidad ni de desobediencia a Dios. Jesús es en los evangelios el hijo del hombre y el Hijo de Dios al mismo tiempo plenamente, sin fisuras y sin mutilaciones, sin recortes ni reduccionismos en una u otra dimensión de su ser.

Los evangelistas nos descubren que tuvo tentaciones de poder, de placer y de tener, y un miedo intenso ante el fracaso, la tortura y la muerte. A los cristianos no nos asusta que tuviera normalmente pulsiones sexuales como de un varón hacia la mujer, pero los textos evangélicos testifican claramente su firme y mantenida opción al celibato, para consagrarse plenamente a su misión de anunciar el reino de Dios. Y finalmente -con un final que da todo su sentido a lo anterior y es a la vez el comienzo de la Iglesia-, tanto los cuatro evangelistas como el resto del Nuevo Testamento, terminado de escribir a finales del siglo I, dan testimonio de su manifestación a los discípulos como el Señor resucitado.

Descendiendo ya a la polémica que ha suscitado la proyección del filme en la opinión pública mundial, y más en concreto en la española, es un legítimo derecho el que tenemos los cristianos de manifestar püblicamente nuestro juicio sobre la versión que hace Scorsese de la figura de nuestro Fundador, tan legítimo por lo menos como el que tendrían los socialistas y ugetistas para defender a Pablo Iglesias en la hipótesis de mi imaginario sueño, siempre que demos razones y lo hagamos de una manera civilizada y pacífica. Parece que esto es un derecho tan democrático y tan constitucional para unos como para otros.

No creo que a la Iglesia católica española, en su conjunto, se la pueda acusar de actitudes violentas cuando los obispos o algunos colectivos cristianos han manifestado su desacuerdo con el filme. Es cierto que pequeños grupos aislados han podido tener actitudes agresivas o hasta violentas, pero responsabilizar a la Iglesia española en general de lo que puedan hacer unos cuantos extremistas sería tan injusto, y aún más, por más desproporcionado, como si a todos los jugadores, socios y simpatizantes del Real Madrid se les acusara de los desmanes de los ultrasur.

Por otra parte, también los cristianos debemos matizar nuestro desacuerdo. Aun dentro de la moral católica más tradicional se ha tenido siempre en cuenta que en la vida social y política no es ni conveniente ni deseable prohibir e impedir coactivamente todos los males y todos los pecados posibles.

En una sociedad democrática y pluralista como la nuestra, la Iglesia, siguiendo el espíritu del Concilio Vaticano II, especialmente en el decreto sobre la libertad religiosa, recomienda la práctica de una respetuosa y civilizada tolerancia. No se puede olvidar en este sentido que ver o no el filme de Scorsese es algo libre, que no se impone a nadie, como ocurre con tantas obras teatrales y cinematográficas, sin que nadie se escandalice porque algunas estén al margen o en contra de nuestros propios principios.

Tampoco en una librería comercial o en una biblioteca pública todos los libros estarán conformes con la doctrina católica, ni mucho menos, y no se nos ocurre llamar blasfemos o herejes a sus empleados.

Otra cosa sería si la exhibición de esta clase de obras se hiciera no solamente en público, sino de manera exhibicionista y moralmente coactiva, como sería el caso, por ejemplo, de proyectarlos en los vídeos de los transportes públicos y hasta en la misma televisión pública, mientras el número de canales siga siendo tan reducido que su proyección resultaría casi impositiva, teniendo en cuenta las costumbres de nuestra sociedad y las condiciones de un medio de comunicación social tan extendido y popular.

Toda gran fligura, como Buda o Mahoma, Sócrates o Gandhi, Freud, Marx o Einstein, etcétera, ha estado sujeta a diversas interpretaciones a lo largo de la historia, según la cultura y el pensamiento, de cada época. ¡Cuánto más y con cuánto más motivo la de Jesucristo! Pues bien: así como cuando se hace famoso un filme tomado de algún libro es normal que se despierte la curiosidad por conocer la obra literaria que dio origen al guión, así también sería lógico, deseable y recomendable que todos los que se han interesado en la polémica del filme de Kazantzaki-Scorsese volvieran a las fuentes, las únicas autorizadas para hablarnos de la vida de aquel hombre que sobrepasa las fronteras de lo humano para penetrar en lo divino. Si para conocer a Kazantzakis podría ayudar leer sus libros, para conocer a Jesús de Nazaret lo mejor es leer los evangelios. Uno, por lo menos.

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