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Tribuna
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El vicio

El acoso social, político y moral contra el hábito de fumar está logrando hacer creer que fumar es un mal absoluto, y los fumadores, unos pobres tontos que se empeñan en enfermar sin límites. Por todas partes se encuentra información sobre los diferentes perjuicios que produce el tabaco, y por ninguna, una alusión a sus beneficios. De esta manera, cuesta trabajo entender que su consumo se haya extendido universalmente y a lo largo de casi cinco siglos.En 1950, Inglaterra auspició la primera campaña antitabaco y logró en 20 años que los médicos fumadores se redujeran a la mitad. En 1971, la prestigiosa revista The Lancel publicó una investigación, no obstante, en la que daba cuenta del fenómeno completo: en el grupo de los ex fumadores habían remitido espectacularmente las patologías cardiorrespiratorias. No cabía duda. Pero también habían aumentado los problemas de estrés debido a otros factores. Más aún: un alarmante porcentaje de los doctores que ya no fumaban había adquirido el hábito de la bebida.

Uno continúa fumando no sólo porque vio fumar al padre o se estilaba fumar. Se fuma por razones diversas, pero primordialmente porque hay quien necesita ser fumador. El tabaco es una droga psicoactiva que ayuda a resistir. Y a unos les hace más falta que a otros. Ni la calamidad o el placer, ni el cómputo del tiempo o la impaciencia, ni la ira o el éxito son lo mismo sin tabaco. Parece razonable organizar campañas para que la gente conozca cómo mejorar su salud y pueda elegir la probabilidad de aplazar su muerte, pero abandonar la adicción es algo más que una tarea difícil. Para el fumador, dejar el tabaco es una expatriación. Perder un mundo y empezar a conocer de nuevo.

Multas, amenazas, prohibiciones, segregaciones por doquier. Todo suena hoy a una gran operación para combatir la forma de integración de millones de seres humanos. ¿Una labor saludable? ¿Quién sería ya capaz de valorar el precio de este exterminio?

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