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"Monsieur Gorbachov soy yo"

Rusia es una mujer a quien la opinión ilustrada persigue con la gracia patosa de un polizonte sindicado metiendo las narices en el expediente Melusina. ¿Ingenua o fatal? ¿Perversa o desarmada? ¿Abandonada a los arrebatos amorosos de los pedagogos y de los programadores -es decir, civilizable- o bien continente negro, víctima de un pasado sangriento y no superado? Al comienzo de cada reino, el enigma vuelve a saltar.Hace ya tres siglos que Diderot lo esgrimió ante una eterna Catalina la Grande asustada ante la insondable singularidad de su ingobernable imperio. ¿Se occidentalizará algún día el este de Europa? ¿Es esto deseable? El debate divide a la inteligencia rusa desde el origen y ni siquiera el propio Gorbachov parece ostentar la palabra final.

Los misterios cotidianos del Kremlln bloquean la curiosidad de las gacetas; es inútil aparentar que se está mejor informado que nadie. Los expertos, diplomáticos y sovietólogos se interrogan a sí mismos, ya que verdaderamente no pueden interrogar las intenciones de los jerarcas del Politburó. Hay que buscar a Rusia como Flaubert rastrea a Emína, transgrediendo los secretos considerados impenetrables de los gabinetes y de los comités centrales, atreviéndose a lanzar un perentorio y fantástico "madame Bovary soy yo". Que cada uno interrogue a su Gorbachov interior o anterior, fiat luxe.

Hasta en sus recovecos más propagandísticos, y en apariencia soviéticos, el discurso gorbachoviano no manifiesta nada que sea intrínsecamente extranjero o extranjeramente marxista. Pudo haber sido emitido en la época de entreguerras por cualquier centrista francés afiliado al Partido Radical-Socialista o militante de la Liga de los Derechos del Hombre.

Incisivo y perfectamente documentado, el libro de Christian Jelen -Hider o Stalin- demuestra hasta qué punto todo estaba escrito mucho antes de la perestroika y de los verdes alemanes. El pacifismo de los oficiales soviéticos no es más que la repetición moral de las viejas letanías que adornaron la Tercera República, igual que el revolucionarismo mundial del siglo XX sirvió sólo para exportar en todas direcciones las metafísicas parisienses y berlinesas del siglo XIX.

El avispado ensayo de Jelen muestra hasta qué punto es inútil echar la culpa a unos agentes de influencia omnipotente o a unas técnicas de desinformación casi satánicas. Las ideologías que parecen soplar desde Moscú hacia París o Francfort no hacen más que devolver la pelota: Gorbachov es cosa nuestra; habla de la casa común europea con tanta dulzura, y con una actitud tan soñadora como Arístide Briand lo hacía ayer mismo. La opinión de Ariés sirve para prolongar la de Jelen: Europa, desde comienzos del siglo XX, aparta la enfermedad, aleja a sus viejos, ignora la muerte, enmascara sus conflictos y oculta soberanamente todo mal; los millones de pacifistas de ayer no son más que el último avatar de esa insaciable sed de seguridad mental.

Gorbachov, occidental por sus piadosos votos y su retórica bien pensante, sigue siéndolo cuando pasa a las decisiones que tienen un precio. La retirada soviética de Afganistán equivale a la retirada americana de Vietnam: dejan a sus espaldas la estela del caos, pero los estados mayores más presuntuosos del planeta descubren los límites de su supuesta omnipotencia.

El dueño del átomo no domeña el orden del mundo, que, por otra parte, no existe; con 25 años de retraso, la URS S se inicia en los frágiles equilibrios disuasivos que tiran por tierra cualquier voluntad imperial, por muy materialista-dialéctica que sea.

Exit del interminable comentario de la coexistencia pacífica según los 50 volúmenes del padre fundador, hay que imaginar a partir de ahora a los estrategas soviéticos ignorando a VIadimir y tomando sus conceptos de sus colegas americanos (es decir, franceses), que deben, a su vez, calcular un "monsieur Gorbachov también soy yo"; fórmula que, bien entendida, tranquiliza menos de lo que se hubiera esperado.

El jefe del Estado soviético -alucinación eufórica y salubre realismo desengañado por sus mismas ambivalencias- sigue siendo una proyección del espíritu europeo. Pero proyección sobre una pantalla hostil. Rusia no es una página en blanco dispuesta a soportar cualquier argumento. Ante el reformismo de los responsables objeta que quiere salchichón (sucedió con la muchedumbre en KrasnoVarsk durante una gira del número uno) y milita para la liberación del vodka.

Cada tentativa de occidentalización provoca una reacción de rechazo que los progresistas de antaño atribuían a un atavísmo reaccionario y asiático, mientras que los eslavófilos veían en ello el símbolo de una elección providencial, la oportunidad de una reevangelización del Oeste mercantil y ateo. El paso del tiempo no da la razón a ninguna de las dos escuelas: la hostilidad es más de la Gran Rusia que tártara o uzbeka; tampoco es mesiánica, ya que subsiste popular e indesarraigable en una tierra esencialmente descristianizada. La cuestión rusa es la de una negación intraeuropea de Europa.

Occidente puebla incesantemente sus fronteras de individuos barrocos e inquietantes. En el origen, los cosacos se parecían a equívocos pioneros del western; son fuera de la ley con la peculiaridad de que combaten en un frente trastocado; su nueva frontera no se halla en el exterior, sino en el interior del viejo continente; sus indios -ioh, Taras Bulbaf- son los polacos y los judíos.

Sensual, salvaje, artera, mística y entusiasta, Rusia no constituye ni un imperio del mal ni una tierra prometida; no más adelantada que atrasada, despide a los mensajeros de la civilización bajo una forma invertida.

Ya los griegos evacuaban simbólicamente a las fronteras de las ciudades a una fauna predostoievskiaría en la que se mezclaban etéreos adeptos de Eleusis y posesos de Dionisos, ascetas pitagóricos o predicadores cínicos. La radicalidad de la Europa del Oeste y la espiritualidad rusa se miran una a otra como en un espejo. Bakunin falsea a Hegel y Nietzsche descubre a un hermano en Dostoievski, arrebatado por un vértigo único y envolvente.

Una Rusia que incendia sus iglesias, sus palacios y su capital antes de tolerar que se instale en ella un Napoleón provisional no ha dejado nunca de preguntarse ¿por qué vosotros antes que el salchichón y la borrachera?, ¿por qué la cultura europea antes que nada? Probablemente es la pregunta más original que jamás se haya hecho a sí misma Europa, la que Homero atribuía a los troyanos, nuestros semejantes, nuestros padres. Gorbachov es un fantasma: el del caballo de Troya.

Traductor: Daniel Sarasola.

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