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EE UU un análisis de la campaña electoral

El lector no encontrará en este artículo predicciones sobre el resultado de la carrera presidencial. El único hecho que se debe mencionar aquí es que si bien justo después de la convención demócrata Dukakis iba en primera posición con una cómoda ventaja, esta situación se ha dado la vuelta como inmediata consecuencia de la nominación de Bush en la convención republicana, y Bush nunca ha dejado de estar a la cabeza según los escrutinios. Tras el segundo debate televisado de los candidatos, los sondeos han dado a Bush una ventaja incuestionable. Algunos observadores incluso predicen una victoria aplastante del candidato republicano. Sin embargo, más importante que cualquier predicción es el análisis del proceso.Según la opinión general, esta campaña presidencial quiza haya alcanzado el nivel más bajo de cultura política de la historia americana desde la posguerra. Hay una aguda discrepancia entre el tono políticamente agresivo de las preliminares demócratas, en las que una minoría militante imponía los programas y dictaba los eslóganes, y la campaña del mismo partido, que tras haber encontrado a su candidato intenta suavizar el carácter ideológico de sus planteamientos. Los republicanos no tardaron en explotar esta discrepancia calificándola de hipocresía. Pero ellos también envuelven su verdadera estrategia política en una retórica sobre valores y familia. A pesar de una temprana campaña de movilización por parte de los demócratas, no hay signos de que la tendencia a una escasa participación de los votantes, que ya dura décadas, vaya a cambiar. En otras palabras, la mayoría de una minoría elegirá de nuevo a un presidente. Además, un porcentaje muy considerable de aquellos que van a votar todavía dudan, y se decidirán en el último momento, probablemente bajo el impacto del último anuncio que hayan visto. Los medios de comunicación, que ciertamente no son la causa de este deterioro, también han puesto su grano de arena en esta decadencia política. El interés casi exclusivo, y desde luego extremadamente agresivo, por los detalles más íntimos de la vida privada de los candidatos, que motiva que la prensa y la televisión informen ampliamente ya no sólo de sus hábitos sexuales, sino incluso del estado actual de sus funciones intestinales, no alcanza a los políticos con posibilidades de llegar a candidatos; asimismo, a causa de este interés, el debate se centra en trivialidades y no en asuntos capitales. Las democracias siempre han utilizado la retórica, un arma al servicio de la habilidad del político para venderse. Pero ahora los medios de comunicación les han impuesto una nueva obligación: además de ser oradores deben ser actores. La profesión de actor es, desde luego, muy respetable, pero tiene poco que ver con el talento político. El resultado final es que el vendedor sustituye al hombre de Estado: los votantes, ávidos espectadores de la política televisada, retienen sobre todo las frases más o menos agudas con las que los candidatos les venden su producto, pero en absoluto los complejos principios que supuestamente propugnan.

En el actual debate ha surgido un problema de terminología que ha sorprendido profundamente a la mayoría de los observadores europeos del proceso: la controversia entre liberalismo y conservadurismo. El liberalismo de Michael Dukakis aparece como algo vergonzoso en boca de Bush, como un signo de su ideología izquierdista, mientras que los europeos están acostumbrados a ver en la diferencia entre los dos términos, si es que la hay, tan sólo dos matices de la misma postura derechista. Pero en Estados Unidos la palabra liberal aún no ha perdido el tinte casi radical, a veces incluso rebelde, que la acompaña desde la primera mitad del siglo XIX, cuando, según Metternich, liberal equivalía a revolucionario. Para comprender el vocabulario de George Bush, se debe ver al liberal americano como al partisano de los derechos de las minorías (grupos étnicos, mendigos, homosexuales, madres solteras y otros), frente a una mayoría moral e incluso a veces legalmente intolerante. También debemos contemplar al liberal como partidario de un Estado más fuerte, que no significa ni represión de Estado ni nacionalización sistemática, sino protección y cuidado paternalista, y, como consecuencia, mayor presión fiscal. Para los conservadores, el liberal americano es blando con el crimen, duro en lo que respecta a los gastos sociales y con una peligrosa inclinación a aceptar compromisos insensatos sobre la política de defensa de Estados Unidos. Michael Dukakis, que en su juventud luchó por los derechos civiles, ha herido especialmente a un tipo de votante conservador (aunque no necesariamente republicano) de tres formas. Es enemigo de la pena de muerte; es más, reconoce los derechos humanos, incluso de los delincuentes. Quiere dar el derecho a decidir sobre el aborto a las mujeres, y no a los predicadores fundamentalistas y a los jueces conservadores. Ha renunciado a exigir el juramento de fidelidad, una ceremonia casi religiosa para los maestros de escuela. Para él la lealtad a la Constitución debería bastar.

Por todas estas implicaciones, el conservador americano es ostentosamente individualista y considera como indiscutible el derecho de la mayoría sobre la minoría, un derecho que debe ser contemplado como un problema legislativo y no sólo moral. Tiene muy poco interés por la cuestión social, por lo que rechaza cualquier tipo de subida de impuestos. Está a favor de una América fuerte, de la pena de muerte para varios tipos de delito (crímenes relacionados con drogas y violación, asesinato de policías o niños). El lector de Alexis Tocqueville descubrirá en la actual situación la misma América que con tanta profundidad describía el sociólogo francés en la primera mitad del siglo XIX.

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Los europeos, acostumbrados a ver a Estados Unidos como el primer poder mundial, se sorprenden por el insignificante papel que juegan los asuntos de política exterior en la campaña. Comparando el acalorado debate que suscitó dicha cuestión durante las pasadas elecciones británicas por las tibias declaraciones de ambos candidatos, uno creería que se encuentra ante el proceso político de un país europeo de tamaño mediano. Esto tiene dos explicaciones. En primer lugar,

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el presidente Reagan, a quien los europeos malinterpretaban sistemáticamente, del mismo modo que él malinterpretaba el comportamiento político de éstos, dejó boquiabiertos a los demócratas al actuar de un modo que no esperaban. Valiéndose de la evidente disposición a la negociación por parte de Gorbachov, negoció un tratado sobre misiles de tal amplitud que ahora no convence del todo a los demócratas. El secretario de Estado, quizá el miembro del Gobierno más respetado, consiguió una concesión única por parte de los soviéticos: el acuerdo de Afganistán. ¿Qué queda en la agenda democrática después de todo esto, a excepción quizá del desmantelamiento del proyecto guerra de las galxias? En segundo lugar, las conversaciones sobre política exterior rápidamente degeneraron en una discusión tecnológica sobre distintos sistemas armamentísticos en la que los candidatos utilizan un lenguaje secreto que nadie entiende, a excepción de los expertos. Tras esta mistificación se esconde un doloroso dilema: el candidato que se atreviera a sacar el tema crucial de que Estados Unidos ha dejado de ser la superpotencia que fue en su día, sin duda perdería las elecciones.

El factor más importante en contra de Michael Dukakis es que todos los temas de su agenda son planes a largo plazo. Dukakis ha estado retando a Bush tanto en los debates como en los discursos de su campaña en nombre de las futuras generaciones, las cuales, de modo inevitable, pagarán el precio de lo que su candidato a la vicepresidencia, senador Bentsen, agudamente denomina política americana de tarjeta de crédito. Pero hablar en nombre de las generaciones futuras implícitamente significaba -y esto es lo que se trasluce a los observadores del tema- que la mayoría de los americanos no están del todo insatisfechos con la actual situación. Son conscientes de que hay problemas, a veces problemas muy serios: el asunto de las drogas, el deterioro de las ciudades, el creciente número de personas sin hogar, el inadecuado sistema de seguridad social y educacional. Sin embargo, los principales índices económicos les parecen alentadores. La inflación se ha ido reduciendo de modo consistente durante varios años. Prácticamente hay empleo total, además de un alto índice de desarrollo, desde hace un largo período de tiempo, lo cual casi carece de precedentes. Ni siquiera la caída de la bolsa ha desatado una crisis económica de importancia. La gente no está dispuesta a analizar cuáles de estas tendencias habían empezado a surgir antes de la era Reagan y cuáles son resultado de la Administración republicana. A corto plazo no se sienten pesimistas, y esto favorece al candidato republicano.

Y sin embargo, no hay que negar la relevancia que tiene la advertencia formulada por Dukakis respecto a problemas muy críticos a largo plazo. Estados Unidos no puede vivir indefinidamente con un tremendo déficit presupuestario, sobre todo si éste se combina con un déficit comercial igualmente acusado. Aparte de un incremento en los impuestos y de un presupuesto de defensa considerablemente reducido, no hay otra,respuesta para el primero. El aumento de la presión fiscal es un tema que ningún político que aspire a un cargo en la Administración se atreve a tratar en público; las drásticas reducciones en defensa es otro asunto cuyas consecuencias políticas no ha meditado la clase dirigente americana, por no mencionar a la opinión pública. Todavía más complejo es el problema del déficit comercial. Los aranceles, a los que también se oponen los libres comerciantes del lado conservador, darían lugar a repercusiones internacionales aún más violentas. Los factores a escala nacional del declive comercial americano deben dirigirse a áreas que están más allá de la economía: educación, ética laboral, integración cultural, sistemas de seguridad social. Las implicaciones son serias y van más lejos de la realización económica. La disyuntiva planteada en este momento es si Estados Unidos será un país de desarrollo y cultura en el próximo siglo o, por el contrario, un país en decadencia y con una creciente incultura; un país que combine la democracia con el liberalismo y un tratamiento inteligente de los temas sociales o una democracia agresivamente fundamentalista que produzca y reproduzca, al tiempo que mantendría a raya a sus clases peligrosas por medio de la coacción y la pena de muerte.

Éstos son los temas que Dukakis ha intentado destacar, siempre de forma honesta, aunque por desgracia haya resultado, con demasiada frecuencia, poco convincente, poco abierto y poco profundo. Invariablemente, éstas son cuestiones a largo plazo, y las democracias tienen la desventaja de optar con más frecuencia por soluciones a corto que a largo plazo. El pensamiento estratégico es privilegio de las autocracias, pero a un precio que nadie en su sano juicio estaría dispuesto a pagar. Un norteamericano, defendiendo el pensamiento a corto plazo al precio que fuera, nos dijo: nos deben conceder el derecho a tener nuestra propia decadencia. Si los americanos votan a George Bush, posiblemente ejerciten este derecho mucho antes de lo que creen los observadores optimistas de la derecha.

Traducción: Carmen Viamonte.

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