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De la ambigüedad y la locura

El sugerente artículo de Jorge Wagensberg del último sábado (De la locura y la ambigüedad, 22 de octubre de 1988) pone de manifiesto que una pequeña excursión -a partir de una nota también publicada por EL PAÍS, De la ambigüedad, bajo la firma de Carlos Castilla del Pino- puede resultar no sólo esclarecedora, sino incluso alcanzar alto vuelo.Wagensberg analiza con precisión los requisitos que podrían hacer de la noción de ambigüedad un concepto científico o filosófico. El acento de su argumentación descansa en un profundo conocimiento científico que le permite desbaratar la idea de que "el pensamiento científico ha dado entrada a modelos de ambigüedad" -sostenida por Castilla del Pino- a través de la sólida y pormenorizada explicación de que "el espíritu de todos los modelos mencionados" es el "de ser lo menos ambiguos posible".

Su demostración clara y concisa es ejemplar -y a ella remito al lector interesado-, pero el título de su artículo apunta a la enormidad de la conclusión de la nota del psiquiatra. "El loco no acepta la ambigüedad", dice Castilla del Pino, y Wagensberg comenta: "Eso suena muy bien"; comentario que, viniendo de quien viene, reclama ser entendido como una exigencia de rigor. Pero más allá del requerimiento por exactitud, Wagensberg, a través de la aseveración subsiguiente: "Y para crear, ciencia o arte, hay que estar primero lo bastante lúcido como para percibir la ambigüedad y luego lo bastante loco como para proponerse el dominarla; ( ... )", extiende la lección a la ética en juego.

En efecto, cuando Castilla define al loco como alguien que no tolera la ambigüedad no sólo comete reduccionismo -según los criterios expuestos por él mismo, aferrarse a una de las muchas alternativas con los mismos pocos argumentos con que se rechazan las demás-, sino que al mismo tiempo pone de manifiesto su actitud ante la locura y, lo que es más grave, ante el loco, a quien ve como alguien irreductiblemente ajeno.

Desde la altura de su razón contempla al pobre loco aferrado a sus certezas, pero la soberbia no ha dejado a los hombres, y por mucho tiempo, menos innanes frente a la locura.

Que después de tantos años de práctica psiquiátrica nos sacuda semejante sabiduría no puede menos que sorprender. Podríamos, por nuestra parte, admitir que la certeza acompaña a muchas experiencias psicóticas. Un sujeto paranoico puede, por ejemplo, saber que esa frase que escuchó por la radio se refería a él. Sin embargo, al mismo tiempo puede no saber en absoluto lo que significa esa referencia. Ese mismo sujeto puede sentirse la sede de palabras impuestas -como las nombraba con ingenio alguien que las padecía- Esas palabras que se inmiscuyen en su pensamiento más privado y de las cuales no puede reconocerse como siendo su enunciador pueden decirle, por ejemplo, "tú eres un...", y el sujeto no dudará que se refieren, que se dirigen a él, ¿pero quién de los llamados normales toleraría una ambigüedad de la magnitud de la aseveración de las voces y que los puntos suspensivos procuran evocar, referida a su persona?

Es decir, la certeza a la que se aferraría -que en versión de Castilla es cercana a una mala fe del loco- se entendería mejor si a la frecuentación de quien padece psicosis se uniera el escuchar que para él lo que está en juego no es de ninguna manera la realidad. Los psiquiatras que suelen formularse el falso problema de saber por qué el loco cree en la realidad de su alucinación, pero que al mismo tiempo no dejan de percatarse de que con esta concepción algo no encaja, terminan rompiéndose la cabeza para encontrar la génesis de la creencia. "Antes habría que precisar esa creencia, pues, a decir verdad, en la realidad de su alucinación el loco no cree" (Jacques Lacan, La psicosis). Admite, por ejemplo, sin mayor dificultad que lo que él oyó nadie más lo oyó, reconoce que esos fenómenos son de un orden distinto a lo real.

Lo que está en juego, pues, no es la relación del loco con la realidad, no es que no acepte la ambigüedad de la realidad -como afirma Castilla del Pino-, lo que está en juego es la relación que el loco mantiene con lo simbólico, su inscripción en el orden significante que, claro está, configura su realidad.

Si se trata de hacer intervenir nuestras valoraciones -como hace Castilla del Pino-, podría decirse que no es tanto que los sujetos llamados normales consientan más la ambigüedad que los locos, sino que muchas veces parece que se toman menos en serio las realidades que reconocen. Jacques Lacan decía en su seminario dedicado a las psicosis, recomendable para cualquier interesado en el tema de la locura: "Un sujeto normal se caracteriza precisamente por no tomar del todo en serio cierto número de realidades cuya existencia reconoce. Ustedes están rodeados de toda clase de realidades de las que no dudan, algunas especialmente amenazantes, pero no las toman plenamente en serio porque piensan, como dice el subtítulo de Claudel, que lo peor no siempre es seguro, y se

mantienen en un estado medio, fundamental en el sentido en que se trata del fondo, que es feliz incertidumbre, y que les permite una existencia suficientemente sosegada. Indudablemente, para el sujeto normal la certeza es la cosa más inusitada".

Es verdad que no cualquiera se vuelve loco, pero quizá pueda deducirse de ello algo más que motivos de orgullo. Wagensberg lo sugiere cuando afirma que para poder crear podría ser necesario desear hacer algo con la ambigüedad a más de congratularse de la propia lucidez al percibirla.

¿No será acaso más pertinente si la lucidez se trata de invertir los actores? Ese sujeto, por ejemplo, que asistía a la imposición de palabras era testigo del surgimiento del discurso del otro sin el apaciguador desconocimiento de la inversión que a los llamados normales nos hace creer que hablamos, mientras que en realidad somos hablados.

Quizá seamejor dejar de lado el término lucidez y otros semejantes, porque no es cuestión de hacer el elogio de la locura, sino de mostrar que el fundamental descubrimiento freudiano del inconsciente, que pronto alcanzará el siglo, puede seguir siendo ignorado. Ignorancia que hace perdurar la tradicional segregación psiquiátrica. Arroja la locura sobre el enfermo y encierra al médico en su razón impotente.

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